En las elecciones realizadas en España, hasta hace muy poco tiempo, había una coincidencia entre el momento electoral y el momento político. Es decir, desde la noche electoral se podía saber perfectamente quién había ganado y quién podía formar gobierno, incluso cuando se requerían pequeños pactos ulteriores para completar las mayorías obtenidas en las urnas.
Lógicamente esta coincidencia era ─y en algunos países todavía es– más evidente en el caso de los sistemas mayoritarios, así como en las elecciones presidenciales a una o dos vueltas.
En virtud de tal claridad secuencial las democracias modernas han funcionado razonablemente bien, sin grandes bloqueos y sin dejar pendiente –y sin resolver─ la cuestión de quién va a gobernar después de la celebración de unos comicios.
Sin embargo, esta funcionalidad ha cambiado sustancialmente, no solo en España, sino en la mayor parte de los países de nuestro entorno. Ahora en el día posterior a la celebración de las elecciones es imposible saber quién va a gobernar, e incluso si va a ser factible formar gobierno, o si se tendrán que repetir las votaciones. Algo que se vio en España después del 20 de Diciembre. Y no hay garantías de que no vuelva a ocurrir lo mismo después del 26 de Junio.
Lo mismo que en España está ocurriendo en otros países europeos, donde se han dado casos en los que ha pasado más de un año sin gobierno, y donde no es extraño que, al final un bloque de partidos minoritarios sean los que logran formar gobierno. Incluso en lugares con un sistema mayoritario, como el Reino Unido, han tenido que recurrir en la anterior legislatura a coaliciones gubernamentales. De ahí que varios países europeos estén aplicando medidas excepcionales para posibilitar la formación de gobierno, como asignar un número adicional de escaños en el Parlamento a la lista más votada, o reducir las mayorías requeridas para lograr la investidura.
Es decir, nos encontramos ante situaciones políticas y electorales nuevas, que tienen causas diversas, y que pueden bloquear o dificultar seriamente la gobernabilidad de algunos países, con todos los efectos negativos –a veces incluso peligrosos─ que esto puede tener.
Por lo tanto, hay que ser conscientes de que estamos ante un reto de funcionalidad práctica de la democracia tal como hasta ahora la hemos conocido. Lo cual supone que los dilemas de la gobernabilidad ya no se resuelven simplemente votando. Por lo tanto, hay que asumir que debemos acometer reformas en los sistemas electorales que nos prevengan contra el riesgo de los bloqueos institucionales y de unas frustraciones ciudadanas, que no se sabe cómo pueden evolucionar.
El bloqueo al que se está llegando es el resultado de una fragmentación electoral que responde a la mayor complejidad de nuestras sociedades, en las que están emergiendo nuevos intereses y necesidades no atendidas. Muchas de ellas relacionadas con las altas tasas de paro estructural y con el aumento de las desigualdades, la pobreza y la exclusión social. Todo lo cual no está siendo abordado con un razonable grado de consenso programático, como el que hasta hace poco existía en torno al Estado de Bienestar.
A todo esto en España se unen los graves problemas de la corrupción, las tensiones secesionistas, el debilitamiento de la capacidad de interlocución y consenso y los planteamientos antisistema (bien de fondo y ocultados, o bien explícitos), por parte de nuevos partidos y coaliciones que están cobrando una fuerza electoral notable.
En consecuencia, nos enfrentamos a una situación muy difícil de gestionar, y si no se hace un esfuerzo de aproximación por parte de todos, puede acabar produciendo efectos inflamables.
Los resultados electorales del 26 de Junio ─se aparten o no se aparten mucho de los pronósticos sociológicos previos─ es previsible que conformen un panorama de bloqueo similar al precedente.
De hecho hay dos partidos que, aunque tengan un número apreciable de votos y escaños, se sitúan en una situación de destino terminal y de auto-bloqueo político. Es decir, tanto Mariano Rajoy y su núcleo duro, como Iglesias Turrión y su corte dirigente, no solo suscitan el mayor grado de rechazo por parte de los votantes de los demás partidos, sino que tienen un voto encapsulado, que no es fácilmente sumable o agregable a otros partidos. Y ello por razones diferentes. Mariano Rajoy no va a lograr sumar más votos y escaños que los suyos, por la sencilla razón de que el 70% o más de los españoles que no le vota quiere que deje de ser Presidente del Gobierno de España. Voluntad que se está manifestando de manera bastante explicita y que se conecta con la necesidad de iniciar una nueva etapa política que nos libre del actual cáncer de la corrupción. En el caso del PP actual no se trata de un mero problema de personas, sino de una cuestión sistémica que afecta al núcleo duro de poder de Mariano Rajoy. Es decir, no es algo que se pueda solucionar persiguiendo en los tribunales a las personas que se han enriquecido ilícitamente, sino que exige poner coto y punto final a una manera de entender la política y de utilizar el poder y la influencia para sobre-financiar ilegalmente la actividad política cotidiana.
A su vez los apoyos de Iglesias Turrión tampoco son sumables a otros por la sencilla razón de que él y su círculo no están dispuestos a apoyar o a llegar a acuerdos con otros que no sean ellos mismos, como se vio perfectamente en la corta legislatura surgida de las urnas el 20 de Diciembre. Lo cual sitúa el problema de la formación de gobierno en un punto de bloqueo sin solución práctica posible. Por eso, cuando los forofos de Podemos celebren con entusiasmo su tan ansiado y prioritario “sorpasso” –si se produce– no se podrá entender muy bien qué es lo que celebran: ¿Haber llegado al final de un callejón sin salida? Su problema de fondo y de forma es que no son fiables ni creíbles, por mucho que logren polarizar el voto de la indignación, la protesta y el malestar social
En definitiva, el problema de Iglesias Turrión, al igual que el de Rajoy, es que por muchos votos que tengan, son muchísimos más los que les rechazan de plano y no quieren que gobiernen. Y esto es algo importante en buena lógica democrática. Aunque te vote el veinte o el veintitantos por ciento del censo, los que te rechazan son tres veces más. Por lo que resultará imposible gobernar teniendo a tantísimos españoles en contra tuya. Esa es la disfunción que suele tener el voto extremista y “terminal”. Por eso, pocas personas se pueden imaginar a Iglesias Turrión y los suyos ocupando la Moncloa, cantando las cuarenta a los mandamases de Bruselas, controlando a los jueces, a las policías y a los medios de comunicación social, dando paso a la secesión de Cataluña, País Vasco, Galicia etc., con unos referéndums sin sentido etc. etc. Posiblemente, los más inteligentes de ellos mismos no se ven en tales condiciones y ante tales dilemas y problemas. Y tampoco en este caso vale recurrir al ejemplo de Txipras, pues ni el actual primer ministro griego es comparable a Iglesias Turrión, ni se parece en nada su círculo a los equipos ministeriales griegos, en los que se ha contado con ilustres Catedráticos y funcionarios públicos experimentados. Algo que en Podemos brilla por su ausencia. Pero, aun así, no hace falta ser un lince para comprender el desastre económico y social absoluto en el que se han metido los griegos, y que podría ser mucho mayor aun en el caso de España.
Así las cosas, y a reserva de las sorpresas que nos puedan deparar las urnas el 26 de junio, prácticamente solo en el PSOE y en Ciudadanos parece que se ha entendido el problema de fondo que subyace a la actual situación político-electoral española, y que exige inexcusablemente capacidad de interlocución y voluntad de llegar a acuerdos teniendo en cuenta el interés general de los españoles. Por eso, en contraste con lo que ocurre con Rajoy e Iglesias Turrión, los dos líderes de estos partidos son los que suscitan menos rechazos personales y políticos entre el conjunto de la población española. Es decir, tanto a Pedro Sánchez como a Albert Rivera son muchos menos los electores que dicen que no les votarían o les apoyarían nunca bajo ninguna condición. Por lo tanto, son los únicos que, como tales, pueden ser “aceptables” y sumar otros apoyos, aparte del núcleo de sus propios votantes. Lo que les convierte, también, en los únicos líderes que pueden tener futuro político ante un horizonte de bloqueo institucional. Horizonte en el que habría que esperar que los cuadros y adherentes sensatos de todos los partidos principales entiendan que hay que mover ficha y ceder si se quiere estar en condiciones de poder sumar, y no solo de restar o bloquear.
En estrictos términos cuantitativos el dilema ante el que nos enfrentamos en España es endiablado y puede llevarnos a un bucle electoral interminable. De ahí que, antes de votar habría que pedir a todos los candidatos que formalicen un compromiso mínimo y provisional de gobernabilidad, para dar tiempo, entre otras cosas, a que se puedan considerar y aprobar medidas y procedimientos que en un futuro impidan el bloqueo institucional. Solo si se llega a un compromiso público y explicito de este tipo podremos creernos que de verdad existe voluntad de evitar una nueva repetición de las elecciones.
¿En qué tendría que consistir este compromiso? En realidad solo existe una posibilidad asumible por todos, y coherente con los principios de la democracia: posibilitar que forme gobierno –con requisitos y compromisos explícitos– aquel partido o coalición que sume más escaños en el Parlamento en una segunda sesión de investidura. Lo cual supondría asumir que las coaliciones positivas prevalecen parlamentariamente sobre las coaliciones negativas, formadas por aquellos que solo coinciden en evitar “sumando sus votos” que otros puedan formar gobierno. Lo cual es un autentico disparate político sin paliativos.
De esta manera antes de acudir a las urnas, los españoles podríamos saber quiénes están por el bloqueo institucional sistemático, bajo el carpetovetónico criterio de “o yo o el caos”, y quienes están por intentar buscar soluciones y salidas a una encrucijada complicada y peligrosa. Sabiendo esto de antemano, todos podríamos ejercer un voto inteligente e informado en las urnas el 26 de Junio, más allá de las pulsiones, las indignaciones, las preferencias y las adscripciones políticas e ideológicas de cada cual.
En cualquier caso, la decisión ante el próximo momento electoral del 26 de junio no va a ser fácil. Pero los dilemas y peligros que tenemos por delante no son ninguna broma.