En muchos medios de comunicación aparecen de manera periódica informaciones donde se destaca que en las ciudades donde vivimos la contaminación del aire supera los límites de protección a la salud fijados por las legislaciones nacionales vigentes, y en mucho mayor medida los recomendados por la OMS.
Palabras como partículas en suspensión (PM10) con límites de 20 µg/m3 de media anual y 50 µg/m3 de media en 24h; dióxido de nitrógeno (NO2 ) con 40 µg/m3 de media anual y 200 µg/m3 de media en una hora; y ozono troposférico ( O3 ) con 100 µg/m3 de media en 8h, comienzan a sernos familiares como tres de los principales contaminantes. ¿Pero qué significan?
¿Estaríamos tan tranquilos si de verdad fuéramos conscientes de que la exposición a las partículas en suspensión aumenta el riesgo de enfermedades cardiovasculares y respiratorias, así como de cáncer de pulmón? O si supiéramos que la mortalidad en ciudades con niveles elevados de contaminación supera entre un 15% y un 20% la registrada en ciudades más limpias.
¿Qué haríamos como padres si nos dijeran que Estudios epidemiológicos han revelado que la exposición prolongada al dióxido de nitrógeno disminuye el desarrollo de la función pulmonar en los niños y los síntomas de bronquitis en niños asmáticos aumentan?
¿Qué pensaríamos, cuando en determinadas épocas del año observamos con indiferencia la boina de contaminación sobre nuestras ciudades, si supiéramos que el exceso de ozono en el aire puede causar graves problemas respiratorios, provocar asma, reducir la función pulmonar y originar enfermedades pulmonares? O que la mortalidad diaria y mortalidad por cardiopatías aumentan un 0,3% y un 0,4% respectivamente con un aumento de 10 µg/m3 en la concentración de ozono.
Ante semejante información, cualquier persona mínimamente sensible se plantearía que esto no puede seguir así. Y más, si sabemos que estos contaminantes proceden fundamentalmente de combustibles fósiles que pueden ser sustituidos si hay voluntad colectiva: vehículos de motor, procesos de combustión en calefacciones y generación de electricidad, disolventes y la industria.
Aunque en un primer momento pueda parecer que está fuera de nuestro alcance como ciudadanos poder hacer algo, lo más importante hoy en día es tomar conciencia tanto desde el punto de vista individual y colectivo. Ésta es la condición necesaria, aunque no suficiente para que la realidad de contaminación atmosférica que vivimos en nuestras ciudades empiece a reducirse con otras políticas y otros modos de vida.
Si estamos concienciados podemos beneficiar electoralmente a aquellos representantes públicos a nivel local, autonómico y nacional que verdaderamente tengan un compromiso real con la reducción de la contaminación y castigar a los que no. Esta actitud beneficiará nuestra salud, pero también evitará que se puedan realizar inversiones milmillonarias, con nuestros impuestos, en infraestructuras que potencian la utilización del vehículo privado y el aumento de la contaminación. Al tiempo, que imposibilitan la realización de actuaciones públicas para mejorar la calidad de vida de las personas.
Tomemos partido, con menos contaminación todos son beneficios: mejora nuestra vida y nuestra salud, menos enfermedades y muertes, aumenta la salud pública y disminuye el gasto sanitario. A por ello.