La situación a la que nos enfrentamos y nos vamos a enfrentar –no sólo por la actual evolución coyuntural de Libia– debería llevar a los principales partidos políticos a realizar un esfuerzo serio para llegar a un gran acuerdo estratégico sobre política energética, que evitase durante algunos años los vaivenes y las incertidumbres que ahora existen.

Obviamente, el problema de fondo no se va a solucionar únicamente con un esfuerzo de ahorro energético, algo que en cualquier caso es imprescindible y que requiere una labor concienzuda de pedagogía política que evite reacciones como las que están dándose estos días en sectores bastante diversos de la ciudadanía y del arco político, que en algunos casos han llegado a sostener que estamos ante una ocurrencia más del ministro de turno.

Además de ahorrar y acostumbrarnos a consumir de manera más inteligente y equilibrada, en países como España es necesario invertir más en otro tipo de energías. Hasta hace bien poco parecía que nos encontrábamos bien encaminados en esa dirección y España estaba empezando a ser un referente mundial en energía eólica y fotovoltaica. Sin embargo, el parón al desarrollo de la energía solar, por mucho que haya venido influido por la coyuntura económica, ha proyectado una imagen –y una realidad– que va en dirección contraria a la necesaria, al tiempo que se está transmitiendo una impresión de “bandazo” e incumplimiento de los compromisos formales establecidos con aquellos que habían invertido en este campo. Lo cual genera desconfianza y dificulta cualquier perspectiva futura de planificación.

No puede negarse que el esfuerzo para mantener un compromiso de “subvención” a las energías renovables en períodos de crisis es complicado. Pero el problema es que la espiral del precio del petróleo y las dificultades crecientes en nuestra balanza de pagos pueden acabar haciendo que el monto de las primas a las renovables (6.000 millones de euros en 2010) sea una cuestión comparativamente menos importante a medio plazo, sobre todo si se quiere garantizar una mayor seguridad en los suministros energéticos a medio plazo. Lo cual resulta crucial para una sociedad que no quiera verse indefensa ante las incertidumbres que se ciernen en el horizonte, como nos vienen advirtiendo tanto los expertos en energía, como los analistas políticos desde hace tiempo.

De hecho, la factura española del petróleo ha pasado en un año de 15.212 millones a más de 25.000 millones en 2010. Por ello, no es extraño que los ahorros que podamos tener en las subvenciones a las energías renovables a algunos les haya parecido algo insuficientemente meditado, dada la prioridad absoluta que deberíamos fijar en lograr cuanto antes el máximo grado de autonomía posible respecto a las importaciones de gas y petróleo. Al menos para situarnos al mismo nivel que otros países europeos.

Las prisas y temores que ahora se han manifestado, y las reacciones simplistas y demagógicas de algunos líderes de la oposición, muestran que es urgente consensuar un plan estratégico que comprenda no sólo iniciativas de ahorro, sino de racionalización de los consumos, de pedagogía social y, desde luego, de mayor inversión continuada en energías renovables, de promoción de los biocombustibles, de apuesta por los coches eléctricos y, en general, de mayor diversificación energética.

Estos asuntos no deben plantearse sólo en términos de costes inmediatos, ni de enroques en enfoques presupuestarios pretendidamente ortodoxos y alicortos, sino que estamos ante una cuestión de seguridad, de inversión a medio plazo y de comprensión global de nuestras perspectivas económicas. En tal sentido hay que entender que unas subidas desmedidas –y poco previstas– de la factura del petróleo pueden deteriorar gravemente nuestra balanza comercial y yugular las posibilidades de recuperación de nuestra economía.

Mientras tanto, los países de la OCDE estamos “enviando” una cantidad fabulosa –y creciente– de recursos monetarios a algunos países exportadores de petróleo, en una forma que en nada está contribuyendo a compensar las desigualdades internacionales, sino que tiende a concentrarse en unas pocas fortunas que están adquiriendo un grado desmedido de influencia en las finanzas y en la economía de nuestros países, adquiriendo incluso –a veces a precios de saldo– las empresas que tales dinámicas están poniendo en crisis.

En realidad, el dinero que destinemos a promover energías alternativas al petróleo no sólo se quedará en nuestro país, sino que contribuirá a generar actividad económica, dinamismo productivo y empleos. Es decir, todo lo contrario de lo que ocurre con el dinero que se destina a pagar la factura del petróleo.

¿Se puede sostener tal situación? Esto sí que es un tema importante de debate político.