El 20 de diciembre votaremos para elegir un nuevo Parlamento. Desde 1977 lo hacemos, más o menos cada cuatro años, para decidir quién va a dirigir el país durante la próxima legislatura. Estábamos acostumbrados a escoger entre PP y PSOE para gestionar, y sólo gestionar, los asuntos de España. Hoy el panorama electoral se plantea con incertidumbre. Lo que hoy me preocupa, deseando evidentemente que pierda el PP, es que la posible victoria no sea inútil o pírrica.

Las elecciones próximas serán indudablemente las más importantes desde las primeras de 1977. Esta vez, a diferencia de lo acostumbrado, no nos jugamos solo una gestión diferente de los quehaceres nacionales por el Gobierno que salga de las urnas y probablemente de posteriores negociaciones. En realidad la situación actual de España exige rotundos cambios de rumbo pues estamos en una encrucijada. Debemos citar a los electores a escoger un horizonte diferente, renovado, valga la palabra aunque haya perdido mucho atractivo por su reiterativa e impropia utilización. Frente a los gravísimos problemas que se han acumulado desde el inicio de este siglo, se les debe plantear una perspectiva seria de reconstrucción de nuestra democracia, olvidándonos de detalles programáticos para plantear vías de porvenir absolutamente imprescindibles. Digámoslo sin dramatismo exagerado: en estas elecciones nos jugamos el futuro de las décadas posteriores. O reorientamos firmemente el timón o nos condenamos a una continua y peligrosa decadencia.

Es de desear que los partidos políticos que compitan desdeñen el clásico catalogo de promesas categoriales y circunstanciales para centrarse en los retos fundamentales. Me atrevo a señalar los siguientes.

Tenemos ante nosotros la absoluta prioridad de establecer una nueva definición institucional y territorial. Los problemas constitucionales son muchos y de gravedad variable, pero absolutamente ineludibles para conseguir un buen funcionamiento de nuestra democracia. No es ya una perspectiva evocada o un argumento de polémica, es un tema vital que hay que resolver ya. Basta con recordar algunos problemas: Federalismo o inmovilismo para asentar nuestro modelo territorial frente al debilitamiento del modelo del Estado de las Autonomías y el virus de la desunión; Senado anacrónico; derechos sociales que apuntalar; reforma en profundidad de una agotada Ley electoral; referéndum de iniciativa popular; ley de sucesión…

La crisis económica, de la cual no hemos todavía salido, agrió y acentuó nuestros problemas, favoreciendo una intolerable y creciente desigualdad que azota nuestra sociedad de manera continuamente más devastadora. Debemos definir claramente los principios de nuestra próxima actuación en favor de sus exigencias: competitividad, que significa educación e investigación; solidaridad en el reparto del producto nacional; derechos sociales inalienables. Si no avanzamos decididamente en la solución de la situación que sufrimos, esta nos llevará a la ruptura de la sociedad con los excesos que la desesperación conlleva.

El funcionamiento de nuestra democracia está fundamentado, muy particularmente, en la existencia de los partidos políticos y por lo tanto en la política. Constituye una verdadera urgencia realizar las necesarias reformas para contrarrestar el divorcio entre los ciudadanos y los políticos. Para ello no valen medidas cosméticas sino reglas firmes que condicionen la práctica política, al mismo tiempo que garanticen el respeto del ciudadano, del elector, lo que hoy no se da en absoluto. La corrupción debe erradicarse prioritariamente, es el más escandaloso de los actuales defectos de nuestra vida política, pero no el único. El sistema de representación de los ciudadanos, en los poderes nacionales, autonómicos o municipales y por lo tanto la transmisión de su opinión, es una matrícula en la cual hoy suspendemos.

Pertenecemos a Europa, lo afirmamos continuamente, pero lo vivimos como si fuera una autoridad superior pero ajena. Nuestro renacer económico de finales del siglo pasado se articuló con un indiscutible protagonismo nuestro en la política europea. Debemos revitalizar nuestra presencia en ella, ayudar en la solución de sus problemas y hacerla progresar. La alternativa es asistir inermes al deterioro de la más bella idea política de los últimos cien años.

No se puede olvidar un problema fundamental de nuestro país, condicionante de nuestro porvenir económico y social: el declive demográfico. Nuestros gobiernos, salvo algunas medidas poco estudiadas y siempre improvisadas, nunca tuvieron una política de apoyo a la natalidad. Hoy España es, estadísticamente, un país condenado a un envejecimiento letal. De no alterar tal rumbo no cabrá otra salida que la inmigración masiva, con los problemas que conlleva.

Es por lo tanto esencial proponer a nuestra sociedad un nuevo proyecto global de país y no una sucesión de medidas puntuales. Pero esto no será posible si mantenemos nuestros comportamientos actuales. Porque queda un problema sin cuya solución nada será posible; la convivencia ciudadana. Ya es evidente que el sistema bipartidista no tiene perspectivas, y quizá sea mejor así. Debemos promover una nueva forma de relaciones constituidas más por discusiones dialogantes que enfrentamientos, colaboración de ideas, ciertamente resuelta por el voto mayoritario, pero manteniendo el respeto hacia el discrepante. En una palabra no podemos vivir el futuro de nuestra democracia con la única perspectiva de una posible mayoría absoluta que condicione una lucha descarnada y continua por ella, ya no es posible, sino como la gestión de una patria común en base al consenso. Lo logramos una vez, y así alcanzamos a la vez la gobernabilidad y el progreso. Lo hemos olvidado y despreciado a lo largo de los años. Se nos impone nuevamente, con la misma absoluta premura que hace casi cuarenta años.

Entonces España recuperó, por fin, el camino de la Historia. Hoy nos estamos apartando de él. A él debemos volver. Urge.