Esta iniciativa la han propiciado los sindicatos españoles que, a su vez, han convocado para ese día una huelga general. Significa que, por primera vez en nuestra historia democrática, se realicen dos huelgas generales el mismo año y que en un mismo día coincidan las convocadas en España y Portugal, con la muy probable en Grecia. Estamos, pues, ante un acontecimiento de singular calado y sin precedentes.

No hace falta decir que esta convocatoria va a encontrar aquí serios obstáculos. Siempre suele ser así, pero esta vez, dado el escaso talante democrático del Gobierno y el de la jauría de comentaristas afines a la derecha y ultraderecha, va a crecer la intensidad de la campaña contra los sindicatos y el latiguillo de que la huelga es inútil, ineficaz y contraproducente. Ya ha abierto la veda la propia Vicepresidenta del Gobierno afirmando que la huelga no beneficia a los trabajadores en activo ni a los parados. Seguramente piensa que lo que les beneficia es la reforma laboral del Partido Popular, gracias a la cual se están batiendo marcas en el número de despidos, en su baratura y en la facilidad con que se efectúan; también es posible que crea que lo bueno es la generalizada práctica, pública y privada, de reducir salarios, la progresiva reducción de la protección a los desempleados o la multiplicación de la cifra de parados. Precisamente el frenar éstas y otras sangrías decididas por el Gobierno es el gran objetivo de la huelga.

De entre los obstáculos merece comentarse el que la dimensión misma del ataque a los derechos, a las condiciones de vida y de trabajo de la gente lo abarca todo y, quizás, puede diluir el factor reactivo que suele producir una agresión más delimitada. Si se echa la vista atrás se comprobará que las siete huelgas generales realizadas desde 1985 siempre tuvieron una referencia concreta que denunciar y combatir. Desde el rechazo a la fuerte ampliación del período de cálculo para las pensiones (1985), pasando por el detonante del poco presentable contrato de inserción laboral de los jóvenes (1988), y siguiendo por el recorte a las prestaciones por desempleo (1992), reforma laboral (1994), “decretazo” (2002) y terminando por las nuevas reformas del mercado de trabajo en 2010 y marzo de este año, siempre, hay que repetirlo, el objetivo era preciso, mensurable y limitado.

Esta vez los retrocesos son inconmensurables, aplastantes. No hay una sola parcela social o laboral que no esté sufriendo un brutal ataque: sanidad, educación, cultura, dependencia y servicios sociales, pensiones, salarios, regulación laboral, impuestos, protección a los desempleados, etc. etc. Esa magnitud, de la que es cómplice la señora Merkel, unida al temor al desempleo y a la carencia de una cobertura política solvente, capaz de abrir una expectativa de cambio en el mentiroso y autoritario Gobierno que nos machaca, son sin duda obstáculos de primer orden que hay que enfrentar.

En los sindicatos y en el centenar y medio de organizaciones que apoyan esta huelga hay conciencia de las proporciones del reto y de las dificultades a superar. No en vano consideran que la movilización debe ser no sólo laboral sino social. Afortunadamente, también hay conciencia de que si no se le ponen diques de contención a tantos desmanes del poder, la involución social, política y democrática a la que nos lleva el Gobierno puede fracturar de manera irreversible la ya agrietada cohesión social y el nivel de convivencia construido a lo largo de nuestras tres décadas y media de democracia. En suma, existe la clara convicción de la necesidad de oponerse a la destrucción de lo que con tantas luchas, sacrificios y esfuerzos había conquistado nuestra sociedad.

Nadie con una mínima sensibilidad ante lo que está ocurriendo debiera dejar de movilizarse. Y no admitir que el miedo, el cansancio o la resignación que el Gobierno está decidido a que penetre en la ciudadanía y que, en parte, empieza a reflejarse -habría que analizar hasta qué punto ha influido en las elecciones en Galicia- terminen facilitando esa regresión general que está en marcha. Tratan de presentar sus medidas como algo inexorable, poco menos que como un imperativo bíblico, cuando en realidad son sólo el resultado de una opción ideológica y política a la que puede contraponerse una alternativa consistente en priorizar, en lugar del déficit, el crecimiento económico y el fomento del empleo.

Resumiendo, por duro que sea el esfuerzo, es preciso volcarse en participar y en difundir las razones y la necesidad de la huelga y de las manifestaciones que la acompañen. Está en juego el tipo de país que tendremos en el futuro.