La llamada Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión, más conocida por sus siglas en inglés TTIP, se ha convertido en uno de los asuntos políticos europeos que más recelos está despertando en una buena parte de la opinión pública.

De acuerdo con la teoría económica, el libre comercio es positivo, en la medida en que aumenta la eficiencia en la asignación de los factores productivos (los países se especializan en aquellos sectores en los que tienen la llamada “ventaja comparativa”) y los consumidores pueden disfrutar de productos más baratos, al eliminarse aranceles y medidas de efecto equivalente. El aumento de los intercambios comerciales, por su parte, conducirá a un incremento del producto bruto de las economías participantes.

En efecto, el mercado común europeo se basó en parte en estas premisas, si bien la teoría económica no predice una mejora agregada del nivel empleo (puede suceder justo lo contrario, al menos a corto plazo, con el cierre de las empresas menos competitivas) ni desde luego tiene en cuenta el dumping, fiscal social o medioambiental en la definición del concepto de ventaja comparativa. Es decir, la ventaja comparativa de un país en un cierto sector puede venir determinada no solo porque su tecnología o capital humano sean mejores, pero también porque soporta un tipo impositivo más bajo, no tiene que cumplir con normas ambientales o los salarios son de subsistencia.

Por tanto, cualquier acuerdo de libre comercio con los países menos desarrollados debe incorporar cláusulas de salvaguarda de modo que no se falsee la competencia. Al mismo tiempo, la UE debe seguir trabajando para que los estándares de la Organización Internacional del Trabajo se cumplan en todo el mundo, particularmente en las llamadas economías emergentes como las asiáticas.

En el caso del TTIP llama particularmente la atención la virulencia de los ataques provenientes del populismo de izquierda y de la izquierda nucleada alrededor del PCE. En primer lugar, la UE ha firmado literalmente cientos de acuerdos comerciales, incluyendo países como Vietnam donde difícilmente se puede argumentar que los estándares sociales, laborales, fiscales y medioambientales son mejores que en Estados Unidos. La sospecha de antiamericanismo irredento flota sobre esta corriente de pensamiento, una parte de la cual se ha entregado a una campaña de desinformación, por ejemplo diciendo que el TTIP obligará a privatizar los servicios públicos, lo que es una mentira como la copa de un pino (los servicios públicos están fuera del ámbito de la negociación del Tratado).

De hecho, un acuerdo comercial con este país es lo más adecuado desde el punto de vista de preservación del modelo social europeo, pues Estados Unidos es la potencia, junto con Canadá, que más se parece a la Unión Europea, en lo que respecta por ejemplo a la protección del medio ambiente, salario mínimo, impuesto de sociedades homologable, etc. Máxime teniendo en cuenta que el comercio transatlántico ya está muy liberalizado, quedando muy pocas barreras arancelarias.

En cuanto a las barreras no arancelarias, el TTIP se basa en el principio de reconocimiento muto que en su día inspiró también el mercado común en Europa: si, a falta de una norma supranacional, un producto cumple con la regulación de un país, puede ser vendido en otro, sin tener que cumplir dos regulaciones. La negociación busca precisamente dilucidar si los estándares regulatorios a un lado y a otro del Atlántico en multitud de sectores económicos son aceptables como para que rija el principio de reconocimiento mutuo.

Por último, existe un posicionamiento contrario al TTIP por la posible inclusión de un sistema de arbitraje privado para aquellas empresas que entiendan que sus inversiones se han visto perjudicadas por cambios normativos en el Estado en cuestión. En este caso, es desde luego preferible establecer un tribunal de carácter bilateral o multilateral que ofrezca plenas garantías desde el punto de vista del estado de derecho.

En cualquier caso, la oposición a ultranza y por principio al TTIP no está justificada, no siendo más que un subproducto de la tradición ideológica que dio pábulo durante décadas a aquellos que construyeron el muro de Berlín. Corresponde al Parlamento Europeo, en última instancia, evaluar si el Tratado propuesto es satisfactorio desde el punto de vista de la protección de los consumidores europeos, y con respecto a la cuestión de las disputas entre inversores y estados, en cuyo caso el voto debe ser favorable.