Las más recientes- en apoyo aparente del gobierno para que mantenga su propuesta- se han pronunciado en general por medidas más regresivas para los futuros pensionistas (Banco de España, FEDEA, FUNCAS, IEF…). Sin embargo, además de la opinión de los sindicatos, existen otras opiniones distintas como la que ya expuso con lucidez, el 15-04-09- en la comisión no permanente de seguimiento y evaluación de los acuerdos del Pacto de Toledo-, Ignacio Zubiri Oria, catedrático de hacienda pública de la Universidad del País Vasco. En la comparecencia aludida, Zubiri planteó tres cuestiones de plena actualidad para el debate: la sostenibilidad del sistema de pensiones, las posibles reformas del sistema público de pensiones y, finalmente, el papel que deben jugar los sistemas privados de capitalización de pensiones en el futuro.

La sostenibilidad de nuestro modelo de pensiones como pilar básico del estado de bienestar- que sustituye, en el mejor de los casos, en torno al 80 por ciento del último salario percibido- depende de si estamos dispuestos a complementar la financiación de las actuales pensiones con ingresos fiscales. Dando por hecho, como es lógico, que los trabajadores que están pagando las pensiones de los jubilados aspiren a recibir unas prestaciones similares a las que están pagando en la actualidad.

Si se decide financiar el sistema solamente con cuotas- como señala el Pacto de Toledo- puede que no sea financiable en los términos actuales en el año 2.050, a no ser que se cree una cantidad notable de empleos y se consigan importantes aumentos de productividad. Estas rotundas afirmaciones están acompañadas de una precisión: las pensiones no tienen por qué estar financiadas exclusivamente por cuotas si nos basamos en la experiencia internacional; incluso, desde un punto de vista histórico, en España la seguridad social (SS) ha financiado gastos generales diversos (sanidad pública y servicios sociales) y en la actualidad todavía se está culminando el proceso de separación de fuentes de financiación del sistema (complemento a mínimos). El motivo es muy simple: distribuir un hipotético complemento, para garantizar las pensiones, entre capital y trabajo es más razonable que concentrarlo todo en las rentas del trabajo, al tener un menor efecto negativo sobre el empleo.

En segundo lugar, en la comparecencia se barajó en profundidad las posibles reformas a efectuar en el sistema financiado sólo con cotizaciones. Las estimaciones del catedrático señalan que, para garantizar plenamente las pensiones, habría que reducir- eso sí, en el peor de los casos-, en torno a un 40 por ciento la cuantía de las pensiones en promedio, o bien recaudar más aumentando las cotizaciones. Para aumentar las cotizaciones hay un cierto margen si resolvemos el problema del paro (de las cuotas totales, 7,5 puntos se dedican a prestaciones por desempleo); podemos, por ejemplo, dedicar 3,5 puntos del desempleo a financiar las pensiones, lo que representaría el 10% de los recursos de las pensiones y aumentar algo las cotizaciones de los trabajadores- aunque sea una vía limitada- (la de los empresarios no se tocarían al estar ligeramente más bajas que a nivel europeo) y, por añadidura, considerar la creación de empleo, lo que aumentaría el número de cotizantes. Con esas variables incluidas, la conclusión seguiría siendo determinante: hay que reducir las prestaciones si no queremos financiar con ingresos fiscales las pensiones, a pesar de aumentar en lo posible los ingresos vía cuotas. Hasta cuando: hasta que cuadre dividir el monto de las cotizaciones por el número de pensionistas. El resultado de esta división se conoce: las pensiones serían mínimas y habría que compensarlas con pensiones privadas capitalizadas y, en menor medida, con pensiones complementarias o con el fondo de reserva.

Las pensiones privadas pueden ser obligatorias o voluntarias. No obstante, la experiencia sobre el funcionamiento de esas pensiones resulta concluyente: resulta imposible capitalizar una parte sustancial del sistema de pensiones por los problemas de transición que genera pasar de un modelo a otro y, además, no es deseable por los riesgos que comporta- como se ha demostrado en la práctica-, la escasa rentabilidad obtenida, y los gastos que generan las comisiones de gestión. Esta opción, que nadie reclama en estos momentos, habría que descartarla definitivamente.

En cuanto a los fondos complementarios de pensiones debemos manifestar que no resolverían tampoco este problema tal como están concebidos. En España cuentan con deducciones fiscales que cuestan aproximadamente un 5% de la cuota liquida del IRPF, sin ninguna razón de peso para que eso sea así, sobre todo cuando van fundamentalmente a rentas elevadas. El sistema de pensiones tiene topada las rentas de sustitución elevadas porque así se determinó en su momento por la SS, y si las personas con rentas altas acceden voluntariamente a los fondos complementarios debería ser bajo su responsabilidad y sin deducciones fiscales, dando por hecho que, precisamente, acuden a los fondos complementarios quienes menos lo necesitan y los que necesitan un fondo complementario no pueden financiarlo (debe tomar nota el ministro Corbacho: según los datos del INE-2007, los trabajadores que perciben el SMI a tiempo completo son 215.487 y los que cobran hasta 1.140 euros alcanzan los 7.003.347; con ese dinero no se puede abrir un fondo complementario). Es evidente que los verdaderamente interesados en este tipo de fondos son el capital financiero y sus gestores al obtener sustanciosas comisiones de gestión.

En cuanto al fondo de reserva debemos manifestar que en su cuantía actual sirve para poco, al representar en torno al 6% del PIB, ya que sólo paga las pensiones durante nueve meses. Por eso es necesario fijar una cuantía como objetivo (40% del PIB, según Zubiri) para el año 2030, a través de un impuesto especial parecido al que funciona en Francia o de otro procedimiento similar a determinar. Sin duda, se trata de una alternativa válida si somos capaces de dotar el fondo con suficiencia económica.

En España, el gasto en pensiones en el 2050 alcanzará, según las previsiones, el 15,7 por ciento del PIB (actualmente es el 8,6), 7 puntos más. La pregunta es si podemos soportar este porcentaje. En Italia el costo actualmente es del 14,2%, Austria tiene el 13,4 %. Además, la presión fiscal en nuestro país está por debajo de un buen número de países de la UE y en concreto 3 puntos por debajo de la media de la UE. A ello hay que añadir el efecto negativo del fraude fiscal (23%) y la economía sumergida que debemos resolver más pronto que tarde en nuestro país. Otro asunto, a tener en cuenta en el debate, es que las pensiones están tres puntos del PIB por debajo de la media europea y seis puntos por debajo en materia de protección social. Estos supuestos indican que será posible financiar, si es necesario, una parte de las pensiones vía fiscal sin que ello signifique poner en riesgo otras partidas presupuestarias, como se argumenta para evitar el recurso a la fiscalidad.

Esto no quiere decir que no haya que hacer reformas, incluso si aceptamos recurrir a las aportaciones fiscales. Hay que hacer siempre reformas, pero ello no significa en absoluto hacer recortes como se nos tiene acostumbrado; por el contrario, en España, por su cuantía, hay que subir las pensiones, sobre todo las más bajas.

La esperanza de vida ha aumentado en los últimos 50 años en casi 20 años y el número de años durante los cuales se cobran pensiones ha aumentado 6 años y eso puede aumentar, aunque ya no mucho (cada década la esperanza de vida aumentará aproximadamente un año). En este sentido, se puede considerar el alargar la jubilación relacionándola con la demografía y la esperanza de vida, así como aprovechar el conocimiento y la experiencia de los mayores, pero nunca con el objetivo de mejorar -a través de recortes- la financiación del sistema (retrasar en dos años la edad de jubilación supondría reducir en dos puntos del PIB el gasto en pensiones). Por eso, esa opción debe ser voluntaria, incluso incentivando más esa posibilidad; por la misma razón se debe penalizar fuertemente, cuando no prohibir, las prejubilaciones con cargo a dinero público (el 45% de la gente se jubila antes de los 65 años y la media de jubilación real se establece en 63,7 años). También se deben considerar las condiciones de trabajo (penosidad, toxicidad y riesgo), dando por hecho que la mayor expectativa de vida de un minero o de un peón de albañil, por ejemplo, no significa que estén a los 65 años en condiciones de hacer su trabajo con un mínimo de seguridad y eficacia; posiblemente arrastrarán problemas de salud y enfermedad, que pueden conducirles a la expulsión del mercado de trabajo antes de su jubilación, sin una red de cobertura social como tienen en otros países.

Otro asunto se refiere a alargar el periodo de cómputo de la pensión a toda la vida laboral, que puede desincentivar la jubilación anticipada y reforzar la contribución al sistema, aunque eso perjudica a la práctica totalidad de los pensionistas (según Octavio Granado al 97%). Además, ampliar el periodo de 15 a 20 años supondría una reducción media de la pensión de algo más del 5% y ampliarla a toda la vida laboral podría llegar al 17%. Por eso, sólo se podría considerar este asunto en positivo, y siempre que se eviten recortes a través de mecanismos compensatorios.

Estas consideraciones nos indican que tenemos que seguir apostando por el sistema público de pensiones y dar por hecho que es sostenible con las actuales prestaciones, para la tranquilidad de los actuales y futuros pensionistas. Las pensiones privadas no representan ninguna alternativa; ni siquiera como complemento al sistema público, y los recortes que nos anuncian no son justos, ni son necesarios, y mucho menos son oportunos.

El futuro de las pensiones, en último término, dependerá de la voluntad política de los gobiernos de turno, así como de la capacidad de presión del movimiento sindical europeo y de las fuerzas progresistas, para defender los sistemas públicos de pensiones en el ámbito de la UE.