La izquierda política celebra muy especialmente en torno al 8 de marzo la reivindicación de la igualdad entre los hombres y las mujeres en todo el mundo. Se trata de una batalla política extraordinariamente motivadora, porque si el primer objetivo de la izquierda es la consecución de una sociedad más igualitaria, no existe propósito igualador más decisivo que aquel que sitúa a las mujeres en las mismas condiciones que los hombres.
En ocasiones, esta lucha legítima por la igualdad adquiere un carácter discutible, como cuando parecen anteponerse los instrumentos a los fines en relación a las cuotas y las cremalleras. O cuando se plantea la reclamación feminista como una especie de competición permanente entre mujeres y hombres. El propósito de la igualdad está por encima de las herramientas que coyunturalmente puedan establecerse, con mayor o menor acierto, para su consecución definitiva. Y el objeto de una sociedad igualitaria no consiste en un pulso constante entre ellos y ellas, sino en una convivencia enriquecedora sobre bases de mutuo respeto y reconocimiento.
Los debates más decisivos en torno a la igualdad entre mujeres y hombres han de centrarse en los modelos educativos, en la distribución de roles sociales, en la inserción laboral, en la promoción profesional, en la autonomía económica, en la participación del poder. Y no puede tratarse de debates circunscritos a las sociedades avanzadas donde, a pesar de los retos pendientes, se han logrado mayores progresos. El gran debate pendiente sobre la igualdad tiene que ver con los miles de millones de mujeres que viven absolutamente relegadas, sin el más mínimo respeto por sus derechos humanos, en sociedades con instituciones, legislaciones y prácticas inequívocamente machistas.
Al otro lado de nuestra frontera sur, por no ir más lejos, millones de mujeres son tratadas como esclavas, obligadas a casarse en la pubertad con maridos elegidos por sus padres, excluidas de la educación y del trabajo profesional, carentes de los derechos más elementales. Y así sucede en la mayor parte del mundo, aún hoy en pleno siglo XXI. Si la “comunidad internacional” se muestra dispuesta a presionar a algunos Estados a favor de determinados derechos de carácter económico o cultural, sería razonable también establecer como objetivo “liberar” a millones de mujeres del anacrónico yugo machista.
Ya en nuestro país, uno de los debates más llamativos se ha producido en torno a la relación entre el aborto y la violencia de género. El ministro Gallardón suele aludir a la “violencia estructural de género que impulsa a las mujeres a abortar”. El arzobispo de Granada ha llegado a afirmar que “las mujeres que abortan no pueden quejarse si son violadas”. Y diversas asociaciones antiabortistas establecen una más que discutible relación causa-efecto entre la interrupción voluntaria del embarazo y las agresiones que sufren muchas mujeres.
La violencia de género constituye un fenómeno social tan execrable como extendido, y merece una estrategia social e institucional de envergadura para su erradicación. Un reciente estudio de la Comisión Europea sitúa en el 33% el porcentaje de mujeres europeas que han sido objeto de violencia por su condición de mujeres, y en lo que llevamos de año 16 mujeres han muerto ya en España como consecuencia del ataque machista.
¿Puede establecerse una relación entre el aborto y la violencia de género? Entiendo que sí, pero la relación no tiene que ver con la supuesta presión ilegítima que, según los sectores sociales más conservadores, impelen muy mayoritariamente a las mujeres a abortar en contra de su voluntad. Más bien se trata de todo lo contrario.
Hay una frase muy significativa al respecto del ya citado y muy locuaz arzobispo de Granada: “No se puede hacer recaer la responsabilidad de un eventual embarazo sobre la mujer dejada a sí misma”. Este es el problema. La ausencia de respeto a la libertad de la mujer para adoptar sus propias decisiones. La consideración de la mujer como un ser inferior, necesitado de tutela, masculina naturalmente, cuando ha de enfrentarse a una decisión importante, como la maternidad.
Esa desconsideración hacia la mujer como sujeto de los mismos derechos que el hombre se encuentra en la base misma de la violencia de género. Los hombres que violentan a las mujeres lo hacen muy generalmente porque las consideran seres inferiores, necesitados de amparo y tutelaje, incapaces de valerse por sí mismas. Si el hombre es su protector, el hombre es su jefe y su dueño, legitimado para obligarle a hacer su voluntad y dispuesto para castigar sus desobediencias.
Si de verdad queremos acabar con la matanza de mujeres a manos de sus compañeros, antes tendremos que acabar con el machismo irredento que aún anida en muchos discursos y en muchas actitudes.