En el campo de la energía tenemos un ejemplo de este doble comportamiento económico ante las consecuencias del progresivo agotamiento del petróleo barato. La asunción de su encarecimiento y la irrupción de las energías renovables como sustitutivo futuro para la movilidad son buenos ejemplos del mantenimiento de una sociedad de consumo donde el vehículo particular sigue teniendo un boyante futuro para las multinacionales del sector, con mercados crecientes a tasas muy elevadas en países emergentes. El vehículo eléctrico como alternativa está encima de la mesa por si se necesita, aunque las multinacionales no tienen prisa en la sustitución/amortización de sus cadenas de montaje tradicionales. El negocio energético asociado a la producción y distribución de electricidad y de carburantes, es otro ámbito también perfectamente controlado por multinacionales que, como en el campo del automóvil, actúan en régimen de oligopolio. La irrupción del “fracking” o las exploraciones de petróleo a altas profundidades se asumen con nuevos riesgos ambientales y costes más elevados, pero compatibles con los precios que el mercado absorbe y con unas externalidades ambientales que nadie asume. La corrupción, golpes de estado o intervenciones militares en países productores de energía, o de materias primas necesarias para la “sostenibilidad” de la sociedad de consumo, forman parte del “paisaje” asumido por la sociedad supuestamente desarrollada e hipócrita que nos caracteriza que, eso sí, luego es capaz de anunciar gratuitamente campañas de sus ONG’s para auxiliar a los desplazados o a los hambrientos resultantes de los propios procesos que ella impulsa.

¿Pueden aparecer en este ámbito de agotamiento de recursos contradicciones que pongan en cuestión la sociedad de consumo y el capitalismo que la sustenta?. Es difícil pensar que pueda ser así en un marco en el que la capacidad de control de las multinacionales y del capital financiero-especulativo que opera en los mercados de futuro de estos productos, tienen numerosas vías de actuación y cuentan con la subordinación real de los Gobiernos a sus intereses. Aunque el planeta evoluciona a una situación más multipolar, con un poder menos omnímodo de EEUU y el desplazamiento del poder económico hacia Asia, con China en una posición más dominante, a medio plazo no se constata que ello implique una disminución real del poder del capital. Y más bien parece que los países emergentes, con sus fondos soberanos, entran en las mismas dinámicas de generación de plusvalías especulativas, que reproducen y consolidan el sistema; aunque, naturalmente, con sus correspondientes ciclos y burbujas que generan inestabilidades peligrosas por la contestación social que provocan, como se ha podido apreciar en los últimos años.

Ante esta constatación pesimista respecto a las alternativas a una sociedad injusta, insolidaria y de crecientes impactos ambientales, cabe preguntarse si el capitalismo y la sociedad de consumo tienen su futuro garantizado; o si, como mucho, caben alternativas socialdemócratas “light” que permitan una cierta sociedad del bienestar en el marco de una sociedad crecientemente desigual. Es decir una sociedad con una salario mínimo global, e incluso con una renta básica garantizada para toda la población, que permita su subsistencia y umbrales de consumo elementales para garantizar la viabilidad de la producción de bienes y servicios básicos; una clase media cada vez más amplia pero también más endeudada y dependiente; y una clase alta con capacidad creciente de apropiarse los incrementos de productividad asociados a la tecnología y al conocimiento. O cabe preguntarse si la dinámica actual nos llevará a un incremento sustancial de los partidos directamente fascistas/populistas que lleven a resolver las contradicciones a través de nuevas confrontaciones militares por supuestos motivos religiosos, étnicos o territoriales.

Porque uno de los riesgos evidentes que afronta la sociedad actual es el de que la creciente agresión a los equilibrios naturales se concreten en catástrofes ambientales de magnitudes elevadas que puedan llevar a la población más allá de su capacidad de asimilación de sacrificios, y a optar por medidas radicales que podrían acabar con la democracia –solución fascista- o con el capitalismo y la sociedad de consumo, ante la constatación de que sus efectos son incompatibles con el desarrollo social, y ante la evidencia de que en la actualidad el desarrollo del conocimiento, de la tecnología y de la capacidad de intervención de la sociedad, permitirían un mundo mucho más igualitario, solidario y garantista del bienestar de sus habitantes, si la distribución y apropiación de los beneficios y plusvalías del conocimiento se socializasen.

¿Es realmente necesaria una catástrofe de grandes magnitudes o una serie de catástrofes sucesivas de efectos fuertemente destructores que afecten a países de sociedades “desarrolladas” para cambiar el insostenible rumbo de la sociedad actual? Y, ¿es posible en términos de probabilidad científica que esas catástrofes se produzcan?

Aunque la Oficina del Coordinador de las Naciones Unidas para el Socorro en Casos de Desastre se estableció en 1971 (predecesora de la actual Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios) y ya en 1973, dicha Oficina estudiaba en detalle los desastres naturales y las vulnerabilidades, llegando a la conclusión de que “se tiene conciencia de que las consecuencias tanto reales como posibles de los riesgos naturales son tan graves y de escala tan crecientemente global que en lo sucesivo deberá prestarse una atención mucho mayor a la planificación y la prevención antes de los desastres”. Y aunque en estos 43 años transcurridos Naciones Unidas no ha cejado en la promoción de reuniones y acuerdos al respecto, destacando el Marco de Acción de Hyogo (Japón, 2005) y la reiterada referencia a la prevención, adaptación y potenciación de la resilencia ante desastres recogida en las distintas declaraciones de la Asamblea de la ONU y, en particular, en Rio 2012 (El futuro que queremos) o en el último informe al respecto (Sexto Informe sobre protección de las personas en casos de desastre. Asamblea General de Naciones Unidas, agosto de 2013).

En la conferencia de Hyogo se constató que el número de desastres naturales seguía una tendencia creciente que se había cuadruplicado entre 1985 y 2005, según un Informe (Alarma Climática) de la organización Oxfam de 2007. El número de personas afectadas anualmente por esas catástrofes habría pasado de unos 174 millones entre 1985 y1994 a 254 millones en el periodo de 1995 a 2004. Desde 1980 se habrían sextuplicado las inundaciones; los episodios geotérmicos —terremotos o erupciones volcánicas— se habrían mantenido relativamente estables, pero cada vez son más frecuentes episodios meteorológicos más erráticos, impredecibles y extremos, resultando cada vez más preocupantes la proliferación de desastres de mediana magnitud con efectos acumulativos.

Es difícil que se produzcan cambios significativos globales en la conciencia y respuesta ciudadana mientras los efectos de las catástrofes graviten sobre países pobres, en los que las principales revueltas acaecidas en los últimos años han estado ligadas a situaciones de empobrecimiento y de alza en los precios de los alimentos, sobre los que las catástrofes tienen también incidencia significativa. Sólo si estos procesos afectan a volúmenes de población crecientes y los países ricos empiezan a sufrir fenómenos catastróficos de magnitud y consecuencias más severas, la alternativa a la insostenibilidad del modelo actual podría llegar a ser una realidad en la conciencia y respuesta ciudadana aunque, desgraciadamente, a un precio muy caro.

Y ello porque la necesaria prevención, adaptación y políticas de planificación y mitigación de posibles catástrofes, pese a las recomendaciones de Naciones Unidas, no parecen estar entre las prioridades de muchos de los Gobiernos del planeta, para los que los aspectos ambientales y territoriales han pasado a un segundo lugar ante la vuelta al economicismo desacerbado por efecto de la crisis. La Cumbre Rio+20, de junio de 2012 no dejó muchas esperanzas de cambios sustanciales, quedando muy lejos de poder ser considerada un éxito, y significando avances mínimos en la consecución de los objetivos presentes en la Cumbre de Río de 1992,e incluso retrocesos en algunos de ellos. Y también en el seno de la UE la incidencia de la crisis económica ha situado en un segundo lugar los temas ambientales y de sostenibilidad del desarrollo, con un creciente cuestionamiento, dirigido por las multinacionales energéticas, de los objetivos para 2020 y de los establecidos en la Hoja de Ruta para una economía descarbonizada para el 2050.

Los principales condicionantes globales que definíamos para España, en 2012 y 2013, estaban ligados, desde el punto de vista ambiental, a los problemas del cambio climático y a la sobreexplotación de los recursos y de las materias primas, con su creciente riesgo ecosistémico y de incremento de los costes de las importaciones para países como España. Esta situación no ha cambiado y el proceso de deterioro sigue en marcha a inicios de 2014. Como ya se ha comentado en esta misma sección es ya casi imposible –a la luz de los correspondientes documentos científicos del IPPC- la corrección del cambio climático para tener más del 50% de posibilidades de que la temperatura media se incremente en menos de 2ºC, y existe el riesgo a que pueda llegarse a superar los 6ºC a final de siglo. Se ha registrado un incremento del 38% medio anual en las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con una concentración media de dióxido de carbono equivalente, que muestra que ya con la situación actual de concentración de gases la temperatura media global aumentará entre uno y tres grados centígrados a mediados de siglo, y de dos a cinco grados a finales del mismo; lo que generará pérdidas de miles de millones de euros y afectará gravemente a sectores económicos como el turismo y la agricultura, a los balances hídricos, al sistema forestal, ecosistemas y, de manera directa e indirecta, a la conservación de la biodiversidad, así como al incremento del riesgo litoral, como consecuencia del incremento esperado en la intensidad y gravedad de los temporales y del progresivo incremento del nivel de los mares.

Esta situación exigiría medidas urgentes de mitigación y adaptación ante consecuencias que se estiman desastrosas en ámbitos como los efectos que puede tener la desaparición de la capa de hielo del Ártico (que según los últimos datos podría desaparecer en el verano de 2016, aunque se recuperaría con extensión decreciente en cada invierno) con incidencia no conocida sobre las corrientes marinas por la magnitud del agua incorporado al mar y por la conexión libre entre Atlántico y Pacífico por el casquete norte. Los riesgos asociados a este hecho son conocidos y científicamente estimados, pero los Gobiernos prefieren mirar hacia otra parte ante un problema que, desgraciadamente, todavía no afecta de manera inmediata a los votos que les permiten mantenerse en el poder.

El riesgo de un proceso como puede ser la desestabilización mundial del capitalismo y de la sociedad de consumo por desastres acumulados de fuerte incidencia social, vendría dado por el producto de la probabilidad de que ese proceso se produzca, que todavía es pequeña pero creciente, por la magnitud de los daños asociados al proceso generado. La magnitud de estos daños por las consecuencias de procesos no previstos y corregidos en sus orígenes debería hacer pensar a la sociedad sobre la necesidad de políticas muy diferentes a las que están en marcha en materia de sostenibilidad ambiental.

Los riesgos de los procesos catastróficos podrían ser, en el momento actual, hasta cierto punto, controlables y reducibles si se adoptaran las medidas necesarias a nivel global. Medidas que se conocen y que son técnicamente viables y compatibles con un mayor desarrollo social. Pero no es previsible que 2014 vea la puesta en marcha del cada vez más imprescindible cambio de rumbo en políticas públicas que piensen más allá del PIB, se centren en los intereses generales de las personas a largo plazo, y subordinen a estos intereses generales los intereses dominantes a corto plazo del capital. Y ello pese a que algunas de las consecuencias de estos procesos, como lo acontecido con el cambio climático, sean cada vez más evidentes y sus efectos cada vez más graves para la sociedad. Y si son difíciles de prever los necesarios procesos de avance a nivel global, en mucha menor medida se pueden esperar respuestas positivas por parte de un Gobierno español que sabe que la cuestión ambiental es secundaria en sus votantes, siguiendo el goteo de cambios legislativos y de medidas parciales de subordinación de la sostenibilidad al negocio privado.