Del orden del 97% del agua existente en la Tierra es salada; algo más del 2% se encuentra en los glaciares; algo menos del 1% se encuentra en el subsuelo y, únicamente del orden del 0,03% discurre por la superficie del planeta, la mayoría en lagos (87%) o pantanos (11%) y sólo del orden del 0,0006% del agua total discurre por los cursos fluviales. Pero de estos cursos fluviales y de la calidad de sus aguas dependen tanto la salud de los ciudadanos (las enfermedades que se propagan por el agua causan cada año la muerte a más de 1,5 millones de niños y un quinto de la población mundial no tiene acceso a agua potable segura) como la existencia de muchos de los ecosistemas existentes en la Tierra (el deterioro en el ciclo del agua es una de las causas de la gran sexta extinción de especies en que nos encontramos). Por ello, la Directiva Marco del Agua de la Unión Europea (DMA) y la Ley de Aguas vigente en España establecen que la calidad del agua y su dimensión ambiental han de ser limitantes previos al resto de sus usos.

En este marco, ¿es utópico considerar que los problemas del agua tienen solución y que su planificación y gestión pueden resolver los conflictos existentes a nivel mundial, o en países como España?. La respuesta es que no. La mayoría de los problemas del agua se pueden solucionar a medio y largo plazo. El creciente conocimiento de nuestros ecosistemas y el establecimiento de planes de protección y gestión de los mismos y de las riberas de ríos y plataformas costeras, así como la ingeniería hidráulica y la desalación, han demostrado que es posible mantener nuestros ecosistemas y disponer de agua potable de calidad en cualquier parte del planeta; y que el saneamiento y depuración de las aguas residuales, así como su reutilización en condiciones adecuadas, son factibles. Los verdaderos problemas están en la elaboración, aprobación y cumplimiento de una adecuada planificación y gestión del territorio, en la que el patrimonio natural y el recurso hídrico se adecúen a los objetivos señalados; en una definición de prioridades en los objetivos a gestionar y en las inversiones a realizar; y en una adecuada asignación de los costes que estos procesos incorporan, todo ello bajo los principios fundamentales de la Unión Europea de “prevenir, mejor que curar”, “quien contamina, paga”, e “internalizar los costes externos para que el mercado asigne eficientemente los recursos”.

En España, tras la modificación de la Ley de Aguas de 2005 y sus posteriores desarrollos, es claro que las prioridades a considerar como de interés general del estado, son la ambiental (asegurar el caudal ecológico y la calidad de las aguas) y el garantizar el abastecimiento a la población.

El abastecimiento puede considerarse garantizado tras la terminación de las desalinizadoras contempladas en el Programa A.G.U.A., puesto en marcha en el año 2004, y el desarrollo de los Planes Especiales de Sequía, aprobados en 2007, que en unión de la incomprensiblemente retrasada aprobación de la Planificación de las Demarcaciones Hidrológicas, deben y pueden garantizar abastecimiento, caudal ecológico y calidad de las aguas, a largo plazo.

No obstante, España tiene problemas de escasez de agua para atender a la demanda total existente en sus periódicas épocas de sequía, que se van a ver aumentados por el incremento de la población y de una demanda económica fuertemente subvencionada, por la creciente contaminación del agua y por las previsiones ligadas al cambio climático (aumento del nivel del mar que salinizará los acuíferos costeros; cambios en las precipitaciones que provocarán una reducción y variación en la disponibilidad del agua, sequías e inundaciones; aumento de la evapotranspiración que disminuirá los recursos hídricos y el nivel freático; etc.). Además, no se puede olvidar que existe una utilización histórica de los recursos hídricos, una dinámica de captación irregular o ilegal de los mismos, y un proceso de asignación de las aguas reguladas por parte de los órganos de gestión, que ha llevado a que en algunas cuencas sea imposible la asignación de nuevos recursos hídricos, ya que se han superado con creces, las disponibilidades del “año hidráulico medio” en las mismas. El resultado es que, sobre todo en años de disponibilidades inferiores al señalado “año medio”, se producen situaciones de sobreexplotación de acuíferos, y se multiplican los conflictos y las actuaciones irregulares o ilegales de captación de agua.

Conflictos que son, principalmente, la lucha por la disponibilidad de un recurso que la ley ha hecho público y que la administración provee a tarifas muy inferiores a su coste real de producción; es decir, conflictos que aparecen por la competencia para obtener subvenciones, sin las que ciertas actividades -agrícolas, del sector servicios o industriales- no tendrían viabilidad económica o tendrían unos costes de producción muy superiores. Y es que, garantizado el abastecimiento y la calidad ambiental incluso en épocas de sequía, no puede olvidarse que el agua es también un importante input económico. Y, como tal, debe tener un tratamiento productivo que ha de considerar, necesariamente, su coste total (directo y externo) de producción. Para ello, el primer paso es conocer cuál es dicho coste y, el segundo, decidir cómo se paga, a quién se subvenciona, en cuanto y porqué. Las tarifas del agua, como las del gasóleo u otros muchos inputs, pueden estar subvencionadas, pero esa subvención debe ser pública y transparente.

La alternativa de la desalación -con cobro de sus costes y con energía renovable como fuente básica de abastecimiento costero- la limitación de nuevos regadíos a actuaciones sostenibles a largo plazo incorporando la totalidad de costes, y el cobro del coste de oportunidad a las empresas energéticas por la retención, contaminación térmica o consumo del agua, son aspectos básicos para la racionalidad en el uso del recurso hídrico que, lamentablemente, no es previsible que se apliquen a medio plazo. La próxima sequía dará otro empujoncito en esta dirección correcta, pero seguimos aprendiendo y cambiando a costosos golpes y crisis, y no por la vía de la prevención y adaptación, que es mucho menos costosa y racional. El resultado es que las situaciones de conflicto van a perdurar, y previsiblemente van a agravarse en los próximos años, incidiendo sobre territorios que realmente son muy sensibles a las disponibilidades hídricas y en los que el equilibrio tendencial es difícilmente viable (sobre todo, en el delta del Ebro en Cataluña, en los regadíos del Júcar y del Vinalopó; en la cuenca del Segura, Doñana, Alto Guadiana y cuenca alta del Tajo).

En las cuencas hidrográficas que afectan a espacios en conflicto, está muy lejos de la práctica cotidiana el que la agricultura, energía, medio ambiente y ordenación del territorio hagan planes territoriales integrados, donde el agua (escaso y clave para adecuar desarrollo rural y sostenibilidad ambiental) tenga el papel que le corresponde, ya que lo normal es la defensa de los intereses sectoriales y profesionales por encima de los intereses generales. Las comunidades autónomas han convertido el problema del agua en elemento de lucha política. Pero, satisfecho el caudal ecológico y garantizado el abastecimiento a la población, la “disponibilidad de agua” no puede considerarse como un problema de “solidaridad”, sino como vía de acceso a subvenciones sobre un recurso económico público, con un alto “coste de oportunidad” en términos de eficiencia económica.

El modelo territorial deseado (implícita o explícitamente) para España, y para sus distintas Comunidades Autónomas, debe incorporar dicho coste de oportunidad como un elemento adicional, sin olvidar los objetivos de las directivas europeas y de las normas españolas que exigen asegurar la sostenibilidad ambiental y un desarrollo territorial equilibrado. Y la planificación hidráulica, la ordenación del territorio y las políticas urbanísticas, territoriales, de desarrollo rural, agrícolas y sectoriales, en general, han de ser coherentes con los objetivos de sostenibilidad ambiental, de garantía de abastecimiento, y de previsión de los costes totales imputables a cada uso del agua; así como, en su caso, de definición de las subvenciones precisas para asegurar la cohesión territorial, económica y social que se considere necesaria.

Aplicar los principios de que el contamina paga, que es mejor prevenir que curar y que hay que internalizar los costes externos para que el mercado asigne eficientemente los recursos, son medidas de una gran eficacia y de bajo coste, que exigen también una gran corresponsabilización y participación social. Y ésta sólo se produce si la población está bien informada y concienciada sobre cómo se ven afectados sus intereses.

El conocimiento y consideración de los costes totales es una primera necesidad obvia para solventar la actual situación de demandas de agua fuertemente subvencionadas, propiciadora de las situaciones de conflicto, y para evitar que los inevitables procesos de sequía estructural creciente, que caracterizarán a amplias zonas del territorio español, tiendan a agravar los mismos. Pero, desgraciadamente, en el tema del agua los verdaderos problemas no son adecuadamente conocidos, existe una tremenda inercia e intereses particulares que sesgan su enfoque y soluciones, y la población tiene una información que no permite una participación y defensa de sus intereses de forma adecuada.

La idea dominante es que la gran obra pública es siempre la solución, porque ésta es la idea que año tras año trasmiten los interesados y beneficiados por las mismas, y una clase política no bien informada o que no le interesa estar bien informada, porque se beneficia de la “inercia” del proceso.

Un conocimiento adecuado de los costes que implica cada “gran obra”, de los beneficios que genera y de quién recibe estos beneficios, así como de cuanto le cuesta al ciudadano (por lo que paga y por lo que se deja de hacer con los recursos que se invierten en las mismas) seguramente cambiaría la opinión pública y disminuiría el peso de las presiones de los lobbies históricamente beneficiados por este tipo de actuaciones, si los políticos constatan que el apoyo de los votantes contrarresta y compensa la posición de dichos lobbies.

Por lo tanto, el gran reto en la política del agua es lograr que los conocimientos, ciencia y tecnología actuales, que pueden resolver la mayoría de los problemas existentes, ayuden a conseguir una reacción social que posibilite el cambio de modelo, desde una sociedad de consumo individualista, cortoplacista y crecientemente dominada por la especulación financiera -que también afecta a productos agrícolas y energéticos muy ligados al uso del agua- hacia una sociedad informada, participativa y solidaria, que priorice el largo plazo y los intereses generales, con un cambio social consciente, corresponsable y mayoritario, que supere la paradoja de la rana, que muere tranquila y confortable en un agua que se va calentando poco a poco (para la humanidad podría ser el Planeta con el cambio climático) hasta que el agua hierve y la mata.