Aun a riesgo de no aportar nuevas ideas cabría comentar que uno de los hechos que llama la atención es que en la percepción de la ciudadanía la corrupción se asocia invariable y automáticamente con la política, los partidos y, sobre todo, con los políticos. Que no pueda minimizarse, ni mucho menos, la gravedad de que en esta parcela esencial de la vida pública menudeen los casos de corrupción no debiera hacernos perder de vista que hay no sólo corruptos sino corruptores y que éstas y otras conductas fraudulentas cruzan transversalmente, además del mundo de la política, el de las finanzas, la economía y un sin fin de actividades en las que suele mediar el dinero, el poder y hasta la oportunidad. ¿Cómo se explica, si no, que, por ejemplo, superemos como país el 20 por 100 del PIB en el volumen de economía sumergida, esto es, la que elude obligaciones tributarias y de protección social? ¿Dónde encasillamos, también por ejemplo, a quienes acumulan en conjunto esos ochenta mil millones de euros en los que se estima el fraude fiscal anual? No es aventurado pensar que la proporción de políticos que incurren en estas variantes de corrupción debe ser parecida a la del resto de grupos, sectores, profesiones y colectivos que constituyen el grueso de la ciudadanía. Que los políticos, en especial los que ocupan cargos públicos, tengan una responsabilidad cualitativamente superior y, por tanto, merezcan no sólo el más profundo rechazo sino que en sus posibles condenas por estos actos el cargo que ocupen actúe como agravante, no debiera aminorar la preocupación por las causas de una tan considerable y extendida enfermedad social y política.

Quiero ir a parar al que, a mi entender, debería ser uno de los ejes fundamentales de la lucha contra el fraude y la corrupción. Me refiero al hecho de que entre sus raíces está una profunda crisis de valores en la sociedad, una progresiva pérdida de referencias sobre lo que está bien o está mal, cuya frontera no la marca la moral, la ética o el mero sentido cívico sino el cálculo de lo que individualmente beneficia y la baja estimación de los riesgos, no sólo penales, por cometer una u otra fechoría. Una de las pruebas más palpable y conocida de esa laxitud ética y cívica que padece una parte nada pequeña de la sociedad la da el contrastado hecho de que políticos corruptos de variopintas tendencias, que ejercen o han ejercido responsabilidades públicas, han sido reelegidos aún después de conocerse y divulgarse sus conductas. Sería interesante poder medir hasta qué punto desgasta electoralmente la corrupción y si, efectivamente, perjudica más a la izquierda que a la derecha. Hay motivos para creer que puede desgastar bastante una política económica y social negativa, el volumen del paro o hechos de singular impacto en la sociedad. Pero a tenor de las experiencias hasta ahora conocidas no parece que el fraude y la corrupción modifiquen sustantivamente las opciones de voto. Quizás en estos momentos, donde se da la conjunción de una clara involución económica, social y política, junto a informaciones singularmente escandalosas sobre corrupción el impacto de ésta en la orientación del voto fuera mayor. Pero no hay manera de medirlo.

Resumiendo, vendrá bien que se endurezcan las leyes; que se obligue a una mayor transparencia en los partidos y sus cuentas; que se les audite; y que se les presione a fondo para que sean internamente más democráticos y menos endogámicos y clientelares en la selección de sus representantes. Pero es de temer que la enfermedad de la corrupción y el fraude siga haciendo estragos en tanto no se aborde una política de largo aliento tendente al fortalecimiento de una cultura que incluya un reconocimiento social y público hacia valores como la honradez, la solidaridad, el trabajo bien hecho, la ética en las conductas, el esfuerzo, el respeto a los demás y, en suma, todo aquello que pueda contribuir a dignificar a la persona, a la sociedad y a su convivencia.