Diputados de izquierdas y de derechas aplaudiendo en pie. Periodistas compitiendo por los elogios. Sindicalistas, empresarios, intelectuales y trabajadores sencillos coincidiendo en la figura a ensalzar. Pareciera que despedíamos a un futbolista goleador o a una actriz oscarizada. Pero no. Se trataba de un político. Nada menos. Pero no de cualquier político, ciertamente.
¿Por qué esa coincidencia inhabitual de alabanzas? ¿Por la identidad de las ideas que ha defendido siempre? No solo, porque también llegaron halagos de otras latitudes. En mi opinión se trata de la autenticidad, un valor y una actitud cada día más infrecuentes tanto en la política como en otros ámbitos de la vida.
La leyenda de la fotografía dedicada por Alfonso Guerra que preside mi despacho desde hace casi tres décadas reza lo siguiente, tras mi nombre: “Un político que cree en lo que dice y hace lo que piensa”. Siempre atendí el mensaje como el mejor consejo que podía ofrecer quien nunca dejó de guiarse bajo tal premisa. Autenticidad es eso, firmeza en las convicciones y compromiso para defenderlas.
Resulta inevitable evocar a Alfonso Guerra cada vez que alguien pretende expresar la esencia de las ideas socialistas y de izquierda. De hecho, sus definiciones son las más citadas por quienes buscan la aproximación fiel a estos conceptos. Y, a la vez, pocos hay más certeros para la crítica atinada al contrincante ideológico: desde la derecha que contrapone tramposamente economía e igualdad, hasta el nacionalismo que esconde la explotación bajo las banderas, pasando por el populismo que cabalga hacia el poder sobre la mentira.
Como los grandes personajes de la historia, la suya es figura poliédrica y contradictoria. Percibido a veces como radical y extremista, ha protagonizado algunos de los consensos más básicos para la convivencia en este país, desde la Constitución hasta las reglas del juego electoral. Celoso confeso de la autonomía y el interés legítimo de su partido, el suyo fue siempre el primer teléfono que sonaba en busca de los acuerdos en interés del Estado. Protagonista reconocido de la institucionalidad vigente, sus propuestas son a menudo las más audaces para propiciar el cambio necesario.
Y más allá del personaje, algunos se atreven a atisbar la persona. Si el primero parece enemigo seguro del oropel, la segunda se adivina amante de lo más sencillo. De la bondad, de la belleza, de la cultura, de los libros y, sobre todo, de la familia. Auténtico, eso es.
Parece que termina el Alfonso Guerra de la brega institucional. Algunos, sin embargo, esperamos que el guerrismo no termine nunca.