Hasta hace un lustro, en 2008, esas visitas de los urbanitas al campo han estado siendo un acicate para que los jóvenes abandonaran el medio rural. El optimismo, los coches, los sueldos y las garantías de trabajos bien remunerados en la ciudad (muchos de ellos en la construcción) se enfrentaban a un medio rural de atractivos poco competitivos con los urbanos. El resultado ha venido siendo un goteo incesante de población rural (ya en el final del siglo XX no muy numerosa) hacia las áreas urbanas, y la conducción de muchos municipios de España a una dinámica demográfica estructural (envejecimiento, reducción de los jóvenes con posibilidades de procreación, radical caída de la tasa de crecimiento vegetativo, abandono del campo) absolutamente irreversible desde el propio municipio. El problema ya no es sólo la pérdida de población, sino la imposibilidad de que por sí solos esos municipios vuelvan a recuperar su demografía histórica en el futuro, a menos de que sean capaces de generar nuevas actividades y empleos, con remuneración competitiva que atraigan a nuevos jóvenes y hagan atractivo el campo frente a la emigración al extranjero.

Desde estas páginas hemos llamado reiteradamente la atención a una tendencia en la situación socioeconómica, ambiental y territorial que, complementariamente a la crisis y a la política de un Gobierno conservador centrada en soluciones clasistas, de desprecio a la sociedad del bienestar, insolidaria y favorecedora de los que más tienen, no va tampoco territorial y ambientalmente por buenos rumbos. Y que, tras casi veinte meses de nuevo Gobierno, no hace más que empeorar. Porque “la flor de invernadero” del señor Guindos está muy bien elegida: artificial, frágil, cara, elitista y sólo a disposición de quién la puede pagar. Y así es la sociedad hacia la que nos encaminan: sólo a disposición de quienes se la puedan pagar.

Nunca el pensamiento más reaccionario ha tenido mejores excusas -y más falsas- que en la actualidad para acabar con el Estado del Bienestar, para forzar la reducción de los salarios y la distribución de la renta a favor de los que más tienen, y para cambiar una estructura productiva hacia el beneficio de los más poderosos, o de los que han venido actuando sistemáticamente anteponiendo el egoísmo y el beneficio propio frente al interés y al bienestar general. Privilegios a los defraudadores -amnistía fiscal-, a los herederos de privilegios del fascismo franquista, o a los vulneradores de las leyes que defienden los intereses generales -edificaciones en el dominio público marítimo o en la zona de servidumbre avaladas con el cambio en la Ley de Costas-; amortización de beneficios apropiados por sociedades promotoras de la especulación, en contubernio con entidades financieras, a cargo de los fondos públicos y de los impuestos: Banco malo; asunción de autopistas en suspensión de pagos o, últimamente, hundimiento intencionado de la viabilidad de los huertos solares, que se convertirán en presa fácil del oligopolio de la cinco eléctricas multinacionales del país, o que terminarán alimentando un nuevo Banco malo a cargo de los impuestos de todos.

No son los únicos ejemplos de la herencia y del mal hacer de los Gobiernos de derecha, que por desgracia la izquierda, cuando ha gobernado no ha sido capaz de corregir, y desde la oposición no es capaz de lograr informar, explicar y concienciar a una ciudadanía que, en su inmensa mayoría, se ve perjudicada con estas formas gubernamentales de actuación.

Pero volvamos al territorio-paisaje, y centrémonos en la inmensa mayoría del país que no está urbanizado, pero que no ha escapado ni a la especulación (precio de la tierra) ni a los intentos de abrirse posibilidades con la complementación de la actividad agraria, inviable sin el más del 25% de aporte de subvenciones que reciben una gran parte de agricultores (aunque nuevamente sean las grandes casas aristocráticas, no precisamente residentes en el campo, los que reciben la inmensa mayor parte de estas subvenciones), con actividades a tiempo parcial, como han venido siendo los propios huertos solares (ahora en crisis forzada, y con carácter retroactivo, por las nuevas regulaciones gubernamentales), el turismo rural, o los tímidos e insuficientes avances, desde los dos últimos Gobiernos del Partido Socialista, por la internalización de los servicios de los ecosistemas, más o menos desarrollados en distintas Comunidades Autónomas, y que las modificaciones legislativas del actual Gobierno también están poniendo en crisis.

Si incluso en los mejores casos las medidas positivas han sido insuficientes para revertir una dinámica de abandono, de la que, como ejemplo de muestra, se puede citar el hecho de que en el Principado de Asturias el empleo en el sector primario haya pasado de casi 35.000 personas, a inicios del siglo XXI, a menos de 17.000 a finales de la década. Una pérdida del 53% de los empleos en una década, acompañada del abandono de la población activa hacia el Área Central Asturiana y hacia otras urbes del resto del Estado español. Y la situación no ha sido muy diferente en otras Comunidades Autónomas con suelos de alto valor agrícola, bosques autóctonos de madera certificable, o con pastos naturales idóneos para una ganadería extensiva autóctona de calidad, no sólo por el tipo de productos generados, sino porque esa calidad es una “calidad total”, en el sentido de que no únicamente afecta a la naturaleza de los productos, sino que se generaliza a la totalidad de los efectos del proceso productivo: sobre el paisaje, sobre el ambiente y sobre el patrimonio cultural que implica un medio rural, ampliamente valorado en países no muy lejanos, como por ejemplo Francia. Efectos que deberían estar en la base de las subvenciones, porque el mercado no los internaliza en el precio de los productos, pero que están muy lejos de los intereses del Gobierno actual para el que mantener el “status quo” (ese de las subvenciones a los grandes productores) es el “leitmotiv” de su política.

Ya ha comenzado de nuevo la racha de incendios forestales: la sierra tramontana, las sierras valencianas, madrileñas, extremeñas, andaluzas,… Nada nuevo que algunos parecen querer señalar como inevitable: pirómanos, insensatos que queman rastrojos, barbacoas asesinas,… Pero detrás de todo ello hay una realidad evidente y que no es nueva: abandono del campo, envejecimiento y desánimo de una población que no ve, ni puede ver en la defensa de la naturaleza algo que el comportamiento de las Administraciones Públicas ni valoran ni protegen en la medida imprescindible.

Conocemos muy bien las causas y los procesos que están detrás de las denominadas “catástrofes” que los responsables de prevenirlas siempre terminan achacando a errores humanos, a intencionalidades patológicas (terrorismo, pirómanos,…) o a comportamientos irresponsables. Hay una parte de los riesgos de catástrofes imposibles de prevenir y evitar, o con un coste tan elevado que hace inviable su corrección en una situación que es el resultado de dinámicas históricas consolidadas en el territorio (incendios sobre masa forestales abandonadas a su albur, daños costeros por tempestades sobre litorales que nunca se deberían haber ocupado, inundaciones por cauces históricamente invadidos,…). Pero otros muchos, prevenibles y evitables.

El accidente del tren Alvia en Santiago de Compostela es un buen ejemplo de algo que nunca debería haber dependido de las posibilidades de error de una persona, porque existen los medios para prevenirlo y evitarlo. Cuando se decide invertir, y priorizar unas actuaciones sobre otras, no se están tomando decisiones exentas de consecuencias. Cuando se permite que el campo, los bosques o el litoral se abandonen a su suerte, o al exclusivo interés privado, estamos en procesos similares. Cuando lo único que preocupa es el beneficio a corto plazo, sea éste económico o político, individual o de parte, se pone en riesgo el bienestar de la mayoría.

Se ha reiterado hasta la saciedad que muchos problemas de intensidad, presumiblemente creciente, están asociados al abandono de una política racional centrada en el largo plazo. El medio rural español es un medio crecientemente despoblado y envejecido salvo los fines de semana y las épocas de vacaciones, por la visita de excursionistas temporales, o con la vuelta de emigrantes directos o descendientes de emigrantes directos que utilizan las casas, originarias o heredadas, por motivo de ocio. Nuestros montes y bosques han sufrido vaivenes en su ordenación y gestión, directamente asociados a políticas diferenciadas, con objetivos también muy diferenciados, en los que la dialéctica rentabilidad/conservación muestra equilibrios difíciles de mantener. La extensa política de repoblación con pinares, óptimos para muchos de los suelos esqueléticos que caracterizan a nuestros montes, y útiles desde la perspectiva de fijar carbono, evitar la erosión y evitar la degradación de suelos agrícolas marginales abandonados, ha venido en muchos casos acompañada de un abandono posterior por falta de presupuestos y de rentabilidad para el aprovechamiento directo; con lo que su destino será el incendio, o el lento e incierto caminar hacia los deseables bosques maduros, garantía de sostenibilidad y de eficiencia para el uso óptimo de los servicios de los ecosistemas que proporcionan, y básicos para la propia prevención de catástrofes. Cambiar esa dinámica exige tratamientos silvícolas que puedan optimizar este proceso, pero estos sólo son viables con la internalización de esos beneficios externos (es decir, con su valoración pública en forma de subvenciones). Renunciar a esas políticas, suprimiendo presupuestos que garanticen esas subvenciones o los medios para la prevención de incendios, tal vez ayuden algo a la corrección del déficit público (no mucho, porque los fondos empleados siempre han sido relativamente raquíticos con respecto al presupuesto de las Administraciones) pero sus consecuencia a corto, medio y largo plazo siempre son mucho más negativas y costosas que los fondos ahorrados.

Nuevamente es un problema de elección entre prioridades y de asignación de recursos públicos. Y nuevamente es un problema de elección de los ciudadanos entre políticos que defienden unos u otros intereses.

No caben muchas dudas sobre cuáles son los intereses que está defendiendo el Gobierno actual con su política cotidiana, con las leyes que está promulgando y con la prioridad que da en ellas a lo público y general frente a lo privado y particular. Tampoco cabe ninguna duda de quién se está beneficiando de esas políticas y quienes están pagando los costes. Tal vez los pobres de hoy se merezcan el reino de los cielos mañana, pero una sociedad decente puede y debe evitar que esos pobres existan hoy, y que las desgracias y catástrofes prevenibles y evitables, que golpean sobre el ciudadano normal, sean el resultado de unas elecciones políticas economicistas, cortoplacistas y clasistas. Evidentemente tenía razón uno de los prohombres de la especulación y de la obtención de grandes riquezas a corto plazo, cuando decía que la situación actual era el resultado de una “lucha de clases” que ellos están ganando de forma clara. ¿Somos conscientes, la mayoría de los que estamos perdiendo esa lucha, de que efectivamente eso es así y de que si no reaccionamos social y políticamente, sufriremos, como estamos sufriendo, las consecuencias de la derrota?