Como en otras ocasiones de nuestra historia, padecemos una crisis política y constitucional, que trae causa de las dificultades para estabilizar en España un modelo de Estado que responda a las necesidades de una sociedad democrática contemporánea. Lo que viene sucediendo es un eslabón más en la cadena de problemas con los que se ha enfrentado el Estado en España desde que los liberales de Cádiz alumbraron la nación política y la dotaron de una Constitución, la de 1812. El modelo unitario que se pretendió entonces ha tenido escasas posibilidades de realizarse en democracia, porque ésta ha sido siempre fugaz en nuestro país. Pero, en mi opinión, no debería condenarse al olvido la formulación constitucional del Estado unitario, sobre todo si se considera que lo opuesto a la misma, federalismo o autonomismo, y no digamos la monarquía confederal, suponen el crecimiento de los sentimientos centrífugos, que alimentan la desigualdad y el debilitamiento del poder público. Esa es la lacerante realidad de nuestra nación.

Como consecuencia de nuestras dudas sobre la naturaleza del Estado, se ha llegado a la mistificación de confundir la visión unitaria con el centralismo autoritario, haciéndolo incompatible con un orden abierto y democrático. Desde mi punto de vista, esa es la razón básica de que en las épocas democráticas haya primado la idea de cambiar la estructura del Estado, sin preocuparse demasiado de los contenidos ideológicos del mismo. Con un simplismo muy propio de nuestro carácter nos hemos dejado llevar demasiado por algunas ensoñaciones, cuya realización ha acarreado más problemas de los que perseguía resolver: el federalismo de la segunda mitad del siglo XIX y el autonomismo ensayado en el siglo XX, pueden ilustrarnos sobre cómo proyectos aparentemente bien intencionadas conducen las más de las veces a la degradación del poder público y al debilitamiento de su expresión máxima, que es el Estado.

España, por causa de una historia difícil y serpenteante, está todavía aquejada de importantes déficits sociales y educativos, también democráticos, sin contar todavía con una sociedad civil suficientemente sólida para suplir tales carencias. Por ello, sigue necesitada de un poder público que impulse su transformación y su modernización, sin despotismo pero con energía. Y el Estado es el instrumento idóneo para ello. Así lo entendieron los países europeos que hace más de siglo y medio abrazaron los principios de la revolución burguesa, que requería Estados fuertes para vencer las inercias y las resistencias al cambio político y social. Sin esa fortaleza solo se podía aspirar a ligeros barnices de modernización, incapaces de alterar las corrientes retardatarias que, con una u otra apariencia, han sido dueñas y señoras de la política nacional.

La confusión ideológica, trufada de posiciones nacionalistas arcaizantes, ha contribuido a consolidar la idea de que el Estado unitario fuerte es una manifestación autoritaria a la que hay que oponer un modelo distinto, basado en la idea de las parcelaciones territoriales dotadas de poder político propio y autónomo. Los individuos han quedado en un segundo plano, con cierta indefensión ante un poder cercano, que suele carecer de la neutralidad de la distancia y de la preocupación por el interés general. Esa es en gran parte nuestra experiencia política reciente, cuya maduración arroja frutos de desigualdad para los ciudadanos y de corrupción en el ejercicio del poder público: hay regiones importantes en España en las que la alternancia en el poder resulta poco menos que inverosímil, sin que haya razones de bienestar económico y social que lo justifiquen.

Creo que ya disponemos de conocimiento y experiencia histórica para constatar que los intentos de modernización del Estado en España, basados en aquellas premisas, han fracasado sucesivamente, porque, entre otras cosas, se han primado los sentimientos de lo centrífugo. Se ha olvidado que en nuestro país, donde todavía persisten importantes desequilibrios sociales, sigue siendo necesaria la capacidad homogeneizadora de un poder público central fuerte, porque la tendencia de los poderes regionales autónomos a eludir el interés nacional ha sido una constante histórica. Que no debería ser así, porque también son parte del Estado, pero es, y a los hechos me remito. Cada día tenemos pruebas de ello, acrecentadas por los intentos de secesión programados a la vuelta de unos meses.

En un momento crítico innegable en todos los órdenes, que obligará a cambios, parece justificado encarar un problema que tiene difícil arreglo sin cambiar éste modelo constitucional. Y entre los cambios del mismo habría que abordar la sustitución del derecho a la autonomía de las regiones por formulaciones más cercanas a la descentralización administrativa que al concepto de autonomía. Porque se reconozca o no, éste último siempre deriva en acentuar la debilidad del poder público, cuando no en la deslealtad hacia el propio Estado. Un Estado unitario, nutrido y sostenido con los valores de la democracia, nada tiene que ver con el señuelo del odiado Estado centralista, que ha resultado tan útil para vender a los españoles una mercancía política muy beneficiosa para algunas clases dirigentes, pero menos para los ciudadanos y contribuyentes.