Han sido tantos los cambios operados en el mundo del trabajo que hablar hoy de aristocracia obrera resulta un anacronismo. Sin embargo, han aparecido otros grupos de asalariados que, al amparo de derechos sindicales conquistados por otros, han conseguido, gracias a su particular posición en los procesos productivos, constituir una especie de “aristocracia laboral”, cuyos rasgos son los de un fuerte corporativismo, una manifiesta insolidaridad con el resto de los trabajadores y una serie de prebendas laborales e ingresos salariales que en determinados casos producen una mezcla de rubor e indignación.
Aunque no en exclusiva, estos colectivos suelen estar enquistados en el sector público de la economía, particularmente en los servicios esenciales. Los sectores del transporte y, en menor medida, el de la sanidad se llevan la palma aunque, hay que repetirlo, no son los únicos. Pero en todos los casos el denominador común es que sus huelgas, abiertas o encubiertas, al afectar de forma directa e inmediata a la ciudadanía y al colapsar en todo o en parte la actividad del resto de los trabajadores de la empresa o empresas a las que pertenecen, convierten su poder reivindicativo en una variante de chantaje. Porque los ciudadanos presionan a su vez a los administradores y gobernantes para que resuelvan cuanto antes los serios problemas que les crean estos grupos, lo cual deriva casi siempre en que se les hagan nuevas concesiones. El caso más conocido estos días es el de los controladores aéreos españoles.
Criticarles a fondo puede ser un desahogo pero puede no servir para mucho. Además, quizás sea tanto o más criticable que los responsables políticos y los gestores que designan vengan mostrándose incapaces de frenar estos excesos. Sin recortar un ápice una sola libertad sindical, parece que en el resto de Europa, al menos en el caso de los controladores, no ocurre nada parecido. Que nos enteremos ahora de que el Ministerio de Hacienda ha censurado a AENA por incumplir “de manera sistemática” la normativa en materia de retribuciones, pone de manifiesto esa exigencia de mayor responsabilidad y explica en parte que en los últimos diez años, con una plantilla similar, la masa salarial de este colectivo haya pasado de 140 a 730 millones de euros.
En este marco, hay que saludar la iniciativa del Ministro de Fomento de airear a los cuatro vientos los datos salariales y otras particulares ventajas de estas personas. De momento les ha colocado a la defensiva, aunque falta por ver si el Ministro y el Gobierno estarán en disposición de aplicar lo que han anunciado.
No hace falta decir que como otra de las características de estos grupos es la de organizarse en pequeños sindicatos, sus prácticas contribuyen al descrédito del conjunto del movimiento sindical. También a fragmentarlo. Porque en la medida que su corporativismo les da réditos, estimulan la segregación o creación de sindicatos de similar naturaleza.
Si a todo lo anterior añadimos que la defensa y legitimación de lo público atañe de manera especial a la izquierda, habrá que contribuir, muy en particular desde las organizaciones sociales y políticas, a hacer propuestas y, en su caso, a apoyar medidas que combinen la salvaguarda de las libertades sindicales con la corrección de estas inadmisibles sangrías a los recursos del Estado.