El que la creciente población del Planeta con aspiraciones a niveles de consumo similares a la media de la OCDE, no es compatible con las formas de producción y contaminación actuales, es el resultado de un simple cálculo matemático de lo que implicaría, en términos de consumo de energía o de materiales básicos, esa generalización de la demanda y de la producción a toda la población. Y no presenta demasiadas dudas en el campo científico el que las consecuencias ambientales de esta generalización, y en particular sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, y su consecuente Calentamiento Global e incidencia sobre el Cambio Climático, serían desastrosas para la Humanidad. Sobre si hay solución las dudas son más amplias.
En todo caso, la solución para los que defienden el “status quo”, es decir, una sociedad de consumo capitalista con un dominio predominante del capitalismo financiero-especulativo, viene asociada a las capacidades del mercado para asignar recursos (a mayor escasez o agotamiento, mayor precio que incentiva la búsqueda de soluciones alternativas al recurso) y al desarrollo tecnológico consecuente, que atrae la investigación y la innovación hacia la resolución de los problemas que, o bien los Gobiernos o los propios ciudadanos están dispuestos a resolver, mediante los correspondientes pagos por los servicios o mercancías proporcionadas.
Las líneas de actuación básicas para frenar en la actualidad -y potencialmente resolver el problema del Calentamiento Global- están meridianamente claras y se centran en las energías renovables no contaminantes, en la mejora de la eficiencia energética en el sistema de producción y de consumo, en la “captura de carbono”, y en la progresiva expansión de la “economía circular” (residuos integrados en el sistema productivo como nueva materia prima) junto a la sustitución de mercancías y servicios de alto contenido en carbono, o materiales por otros de mucha menor incidencia en el consumo de uno y otros (desmaterialización de la economía).
Para avanzar en esta solución defensora del “status quo”, los Gobiernos deben cubrir un papel central en la regulación de los procesos que permitan avanzar en las líneas señaladas, tanto a través de la penalización de las emisiones y del consumo de recursos inadecuados (internalización de los costes asociados), como de la potenciación de la I+D+i, de las inversiones y de los productos y servicios que se adapten a las necesidades de mitigar y adaptarse a las consecuencias de la pervivencia del “status quo”, y de sus efectos. La Cumbre de Lima de los días pasados era un punto singular en la constatación de hasta qué punto los Gobiernos estaban dispuestos a avanzar en esta línea.
Y, como sucede en todas las COP de Naciones Unidas, los trece primeros días se mueven en un maremágnum de observaciones, avances y retrocesos en el texto base del documento final que se va negociando en las sesiones. Y no suele ser hasta el último día, a últimas horas de la madrugada, que se consigue un texto que pueda ser presentado al pleno con posibilidades de aprobación por asentimiento. Pero son los desacuerdos los que rigen los contenidos finales de ese texto, que resuelve los problemas de cada país dejando para más tarde la particularización del punto, o del asunto, que le molesta.
Y no ha sido distinto en la Cumbre de Lima. La declaración final: “Llamado de Lima para la Acción Climática”, deja más incertidumbres que certezas, que, en el mejor de los casos, deberán ser analizadas y encauzadas en los espacios de trabajo y negociación existentes para que, finalmente, pueda llegarse a un Acuerdo resolutivo y eficiente en la siguiente COP-21, de París, en diciembre de 2015. Y, ¿qué probabilidades existen de que ello sea así?.
Sin despreciar en absoluto los avances logrados en la COP-20, de Lima, sí podemos señalar que estamos muy lejos de la aprobación de los compromisos que puedan reproducir procesos, como el seguido en el caso de Kioto, que garanticen que las emisiones de gases de efecto invernadero, no ya se van a reducir en un porcentaje determinado por cada país, sino que ni siquiera se asume que se puedan frenar en su dinámica de crecimiento actual de una forma fehaciente. Porque se ha producido, de forma grandilocuente, el compromiso de todos los países de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, a través de planes que deben presentar a la ONU durante 2015, y unificarse a finales de año en la cumbre de París; pero se deja al criterio de cada país los objetivos, compromisos y medidas a incorporar. Y no es suficiente que, en paralelo, se haya avanzado en el tema del Fondo Verde del Clima y su acuerdo de dirigir más del 50% del mismo a la Adaptación; o en la inclusión específica del tema del género en las políticas sobre clima; en los procesos de sistematización, en red, de la información sobre políticas y resultados de los distintos países en su lucha contra el cambio climático; en la señalada obligación de que cada país presente sus Planes Nacionales de Adaptación; o en la aprobación del Comité Ejecutivo del mecanismo “Loss and Damage” creado en 2013. Todos ellos pequeños –aunque positivos- pasos que no resuelven la problemática central.
Los que valoran los aspectos más positivos del “Llamado de Lima para la Acción Climática” ponen el acento en el hecho de que ahora existe un compromiso de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero por parte de todos los países, y de que este compromiso se podrá constatar a través de los planes a presentar a la ONU durante 2015. Pero si analizamos la historia de las 19 COP anteriores sobre Cambio Climático, vemos que tras el intento frustrado –por el descuelgue final de EEUU, el país más emisor de gases de efecto invernadero (GEI) del mundo- de Kioto, donde se establecieron reducciones cuantificables para ciertos países desarrollados, a alcanzar en 2012 (que estos en general cumplieron, con ejemplos positivos muy destacables como el de la Unión Europea), los acuerdos de las siguientes COP han sido decepcionantes y preocupantes, aunque algunos de los firmantes de Kioto (con una Unión Europea cada vez más sola) decidieran prolongar su vigencia hasta la cumbre de París. Ejemplo de esta dinámica es también la COP-15, de 2009, en Copenhague, donde, ante la imposibilidad de acuerdos más concretos, se tomó la voluntarista decisión –no apoyada en ningún tipo de medidas concretas- de limitar las emisiones a los niveles que aseguraran que la temperatura del planeta no superara los 2?C.
No es que en cada COP no se llegue a ningún tipo de acuerdo positivo. Lo normal es que, al igual que ha sucedido con el “Llamado de Lima para la Acción Climática” los Gobiernos, ante la constatación de los datos de los Informes científicos y del avance indiscutible de los “desastres naturales”, claramente asociados al proceso de Calentamiento Global, vayan cediendo pequeñas parcelas de sus intereses al interés global del Planeta. Pero todos ellos son conscientes de que una política decidida de lucha contra el Calentamiento Global implica la internalización de efectos externos de las emisiones de GEI, lo que conlleva la subida del precio de la energía y la afección negativa al consumo, a industrias como las multinacionales del automóvil o de la energía, y, en último caso, la pérdida de popularidad y votos en sus países. Aunque los Gobiernos se escuden en decisiones de Naciones Unidas, les es muy difícil proponer medidas que inciden negativamente sobre su popularidad y que desatan la oposición de los “lobbies” y de los intereses que realmente rigen las economías (y los medios de comunicación) de los países. Los resultados son que, pese a la crisis de muchos de los países desarrollados, las emisiones de GEI continúan aumentando, con una incidencia creciente de países como China y EEUU, pero también de otras economías de países en desarrollo, como India, Rusia, Brasil, o algunas economías emergentes africanas (Nigeria, Sudáfrica, etc,). Y ya no es solo el problema del Calentamiento Global, sino que el aumento de las emisiones contaminantes está teniendo un efecto cada vez más preocupante sobre la salud de una población, crecientemente envejecida, que aunque con mayor esperanza de vida, observa como una parte creciente de ésta la debe soportar con malas condiciones de salud, por los crecientes niveles de contaminación en las grandes ciudades en que se concentra, asociadas al tráfico y a las emisiones contaminantes del sistema productivo.
En particular, esto nos acerca a la segunda cuestión planteada en este artículo. La relación entre la lucha contra el Calentamiento Global, la COP20 de Lima y la energía, o, más específicamente, con la evolución del precio del petróleo.
Si uno analiza la evolución de la oferta y demanda energética a lo largo del último siglo, en el que la aparición y generalización del uso del automóvil y la supremacía del petróleo como fuente energética primaria cobran carta de naturaleza, parece claro que es posible llegar a algunas conclusiones comunes a todos los análisis, que multinacionales de la energía o la propia Agencia Internacional de la Energía (AIE) vienen haciendo suyas en los correspondientes informes anuales (el último, de la AIE, el World Energy Outlook 2014, de noviembre de este año).
La principal conclusión que liga Calentamiento Global y Energía es que el crecimiento de las emisiones de GEI y su efecto sobre el incremento de temperatura está ligado al aumento de la demanda global de energía satisfecha con combustibles fósiles, el insuficiente crecimiento de las energías renovables, la reducción de la energía nuclear en países que, como Japón o Alemania, están reduciendo este tipo de energía, o la insuficiente mejora en la intensidad energética (consumo de energía por unidad de PIB). El crecimiento de la población y la expansión de la sociedad de consumo occidental están en la base del crecimiento de esta demanda, en la que el petróleo tiene un papel rector, tanto en la determinación de precios de la energía, como en el desarrollo de tecnologías de fuentes energéticas alternativas.
Hasta ahora estaba claro que la oferta de petróleo barato estaba decreciendo por agotamiento de los recursos de fácil extracción, la inestabilidad política y militar generada en muchos de los países productores, con caídas significativas de su oferta diaria, y su progresiva sustitución por petróleo a mayores profundidades, y de peor calidad, tanto en mar como en tierra. Ello justificaba el progresivo encarecimiento registrado en las últimas décadas, que situaban las previsiones del barril de petróleo Brent, para las dos próximas décadas, en niveles del orden de cinco veces la media del precio del primer lustro del siglo XXI. Se suponía así un precio entre 100 y 140 $/barril, para 2020, según evolucionara –fundamentalmente- el PIB de los países desarrollados y de los BRIC, y según siguieran los procesos de desestabilización de países productores de petróleo o gas natural.
Sin embargo, esta tendencia lógica en unos mercados en los que hay el suficiente control de la oferta para que la creciente escasez de petróleo barato, y sus consecuentes crecientes costes de producción, se reflejen en unos mayores precios (o, al menos, sostenidos) se ha visto sorprendida por una fuerte bajada de los precios del petróleo en los seis últimos meses del año. Bajada de precios que, naturalmente tiende a incrementar la demanda y, consecuentemente, los negativos efectos en emisiones e incidencia sobre el Calentamiento Global; si bien para las economías europeas y española, fuertemente dependientes de las importaciones de productos energéticos, signifique un respiro en la actual situación de crisis económica.
¿Por qué se produce esta bajada de precios y qué posibilidades existen de que la misma se mantenga de forma sostenida? Con respecto a la segunda cuestión la respuesta es sencilla: ninguna, ya que los costes de producción energética son inevitablemente crecientes, mientras la población y el modelo de sociedad de consumo capitalista se sigan expandiendo, aspectos difícilmente modificables a medio plazo.
Con respecto a la primera cuestión la respuesta no es tan sencilla, tiene poco que ver con la lógica del negocio energético, y más que ver con cuestiones de política estratégico-militar, a corto plazo, y de política de control de mercados a medio plazo. Aunque las primeras son evidentes si se tienen en cuenta alguno de los países perjudicados por el proceso, con reducidas reservas para afrontar fuertes mermas en sus ingresos (Venezuela, Rusia, Estado Islámico, otra.) lo que nos interesa, fundamentalmente, es lo referido a la segunda parte de la cuestión: sus efectos estratégicos sobre el mercado energético futuro. Para ello han de tenerse en cuenta las dinámicas presentes en la actualidad, tanto en la demanda, como en la capacidad de oferta energética. Con respecto a la primera, a finales de la segunda década de este siglo China previsiblemente será el país más consumidor de petróleo, EEUU habrá reducido fuertemente su consumo de petróleo, y los mayores crecimientos de la demanda energética mundial se producirán en la India, el Sudeste Asiático, Oriente Medio y el África Subsahariana, según la AIE. Para ser capaces de satisfacer las nuevas demandas energéticas se necesitarán ingentes volúmenes de inversión en fuentes alternativas al petróleo barato actual. Inversiones que necesitan altos plazos de maduración y, sobre todo, un alto precio de la energía que haga viable su rentabilidad. Y ésta es una razón clara que justifica la reducción forzada de los precios del petróleo que, de sostenerse por debajo de los 70 $/barril, cuestionará muchas de las inversiones realizadas en energías renovables, en fracking en EEUU, en pozos marinos a alta profundidad, o en fuentes y recursos alternativos para materializar la sustitución del uso del petróleo en los automóviles.
Las negativas conclusiones para el Planeta son obvias. Desarticular las inversiones alternativas al creciente uso del petróleo, manteniendo éste en precios reducidos, beneficia a los principales productores que dispongan de reservas de petróleo y monetarias suficientes, junto a un endeudamiento público reducido, ya que posibilita que posteriormente puedan recuperar márgenes ahora sacrificados por su mayor control de un mercado más dependiente, si logran retrasar lo suficiente el desarrollo de renovables y otras fuentes alternativas a los recursos que poseen. Desgraciadamente, por sus consecuencias ambientales, también beneficia a las economías fuertemente dependientes de las importaciones de energía, aunque incentivando un mayor consumo por los menores precios. Y sólo perjudica a los países dependientes para su estabilidad económica de sus exportaciones energéticas, y a las empresas que han invertido y desarrollado sistemas energéticos alternativos que requieren precios de la energía elevados para obtener tasas de retorno positivas.
Políticas como las consideradas un éxito en la Cumbre de Naciones Unidas de septiembre de este año, de migración a las energías renovables de empresas o inversionistas centrados hasta ahora en las energías fósiles, quedan nuevamente en cuestión. La pregunta es: ¿serán capaces los estrategas de las nuevas políticas de precio del petróleo de mantener durante el tiempo suficiente los mismos para conseguir la quiebra de la dinámica renovable y alternativa imprescindible para frenar el Calentamiento Global? Y, mejor para todos que la repuesta sea negativa.