“Si no te paras un minuto puedes perdértelo”, esta frase utilizada como subtítulo en el cartel de presentación de la película, sintetiza magníficamente la esencia de la misma.

La historia se inicia cuando el estudiante de Bellas Artes en Londres, Ben Willis, sufre una dolorosa ruptura sentimental que le provoca insomnio, cambiándole su vida. Se da cuenta, que lo que nace como un grave problema puede convertirse en una bendición. Cambia su tiempo por dinero, empieza a trabajar en el turno de noche en un supermercado local. Allí conoce a un colorido reparto de personajes, y todos ellos tienen su propio “arte” al tratar con el aburrimiento de un turno de ocho horas. El arte de Ben le permite ver la inolvidable belleza del mundo cotidiano y la gente dentro de él, especialmente la de Sharon, la callada cajera, que quizá tiene la respuesta para solucionar el problema del insomnio de Ben.

Lo mejor del film es su coherente mezcla de humor, sensualidad y melancolía. Su estética y narrativa se aproxima a un videoclip. El protagonista se construye un nuevo mundo desde la plástica, se imagina a sí mismo parando el tiempo y de esta manera, es capaz de apreciar la belleza de un mundo congelado con la gente dentro. Una metáfora del instante, del segundo, de la relatividad del tiempo y de su valor. Un claro mensaje del que el tiempo avanza inexorablemente y sólo depende de nosotros, de cada uno, el saber sacarle provecho, deleitándonos con esos pequeños pero intensos fragmentos de la vida.

Las interpretaciones son francamente buenas, la dirección también, la fotografía estupenda y la música magnífica.