La pertenencia o no a la Unión Europea resulta muy relevante en el debate sobre la separación de Cataluña. Desde luego que sí. Y quienes procuran ocultar, relegar o simplemente negar los argumentos en torno a las consecuencias prácticas de la ruptura de Cataluña con el resto de España actúan de forma tan torticera como irresponsable. La expresión de ideas independentistas y el planteamiento de estrategias para la separación son legítimos cuando se llevan a cabo de forma abierta y veraz, pero no lo son tanto cuando se impone una dialéctica maniquea que niega la razón y busca excitar los sentimientos de rechazo hacia quienes opinan de manera diferente.

Los independentistas hacen proselitismo mediante interpretaciones falaces de la historia, señalando mendazmente a los españoles como culpables de la mayor parte de los problemas que sufre la sociedad catalana, y pronosticando un horizonte idílico de más que dudosa consecución tras el divorcio definitivo entre Cataluña y el resto de España. Ante tal ofensiva no cabe la resignación falsamente prudente o el silencio cómplice. Lo prudente es contestar con claridad, denunciar las mentiras y argumentar con razones a favor de la continuidad de Cataluña en España y en Europa. Porque la primera batalla de este conflicto tendrá lugar en el campo de las convicciones y de las emociones, antes que en las normas y los procedimientos. Y esta primera batalla será la más decisiva.

No es verdad que la historia común haya sido una historia de explotación y de imposiciones. La sociedad catalana ha sufrido como ha sufrido el resto de los españoles, y ha prosperado de la mano del resto de los españoles, y en mayor medida que el resto de los españoles. Los catalanes pasan por dificultades, que son achacables en parte a errores propios y en parte a un contexto cada día más globalizado y difícil de gobernar, pero que no pueden atribuirse ni remotamente a la voluntad “expoliadora” de madrileños, andaluces o cántabros. Y la aventura de la independencia no es una iniciativa fácil de realizar, no existe garantía alguna en torno a su éxito, y no puede ignorarse, desde un mínimo de responsabilidad, el calibre extraordinario de las incertidumbres y los inconvenientes que conllevaría su conclusión efectiva. Con muchos matices, pero esta es la verdad. Y hay que contar la verdad a los catalanes.

Quienes sostienen que la consecución de la independencia será fácil a corto plazo, mienten. No será así, porque nuestro ordenamiento jurídico no lo permite, porque la soberanía española que puede cambiar ese ordenamiento jurídico no está por la labor, y porque el Estado hará cumplir el ordenamiento jurídico vigente.

Quienes mantienen que las ventajas políticas y fiscales de la independencia proporcionarán recursos al gobierno independiente para financiar profusamente empleo y bienestar, mienten. No será así, porque los costes inherentes a una eventual independencia, en términos de mercados reducidos, salida del euro e inseguridad jurídica, por ejemplo, superarán con mucho las hipotéticas ventajas fiscales de la operación.

Y quienes dicen que el inconveniente de quedar fuera de la Unión Europea resulta inocuo y fácilmente reversible, mienten. No será así, porque las normas de la Unión resultan diáfanas. El territorio segregado se sitúa automáticamente fuera de la UE y un eventual reingreso quedará al albur de una nueva negociación, con el apoyo necesariamente unánime de todos los países miembros. Y hay muchos países en la Unión que no se apresurarán a premiar las estrategias secesionistas, en atención a su propia realidad territorial.La salida de la UE conlleva levantar fronteras, establecer aranceles y utilizar pasaportes para viajar de Barcelona a Zaragoza, a Burdeos o a Munich. Estar fuera de la Unión supondrá para las empresas catalanas perder la ventaja del mercado común, y supondrá para la sociedad catalana renunciar al cosmopolitismo y la riqueza cultural que conlleva la libre circulación de los europeos en el territorio común. Desde luego que es importante, y negar su importancia es engañar.

La profundización de la democracia no pasa por el engaño del “derecho a decidir”. Todos decidimos cada día. Los catalanes también. En el marco de las competencias y los procedimientos que establece el ordenamiento jurídico del que nos hemos dotado democráticamente, como ha de ser en un Estado de Derecho. Lo que el independentismo camufla como el “derecho a decidir” no es sino el ejercicio de la autodeterminación y el soberanismo para una parte concreta del territorio español. ¿O es que van a reivindicar también el derecho de un municipio leridano a decidir su independencia de Cataluña? ¿O van a reconocer el derecho de un ciudadano barcelonés a decidir si paga o no paga impuestos a la Generalidad? Arrogarse la capacidad de decidir la propia soberanía ya es un ejercicio de soberanismo. La defensa de la independencia es una ideología legítima. El engaño y la manipulación no lo son.

No cabe negar, sin embargo, que existen problemas objetivos de encaje institucional entre Cataluña y el conjunto de España. Tampoco pueden obviarse los problemas subjetivos del desencuentro emocional que algunos vienen sembrando con éxito desde hace tiempo. Hemos de reconocer que han sido eficaces en el fomento de la desconfianza mutua. Hay que solucionar estos problemas. Desde el PSOE se ha propuesto el acuerdo para reformar la Constitución en clave federal y redefinir las condiciones de la convivencia. Se trata de una oferta razonable, que no merece el desprecio como respuesta. Pero con todo, sin quererlo, el desprecio puede admitirse. El engaño no.