Quienes administran políticamente el independentismo en Cataluña hacen un uso espurio y peligroso de la altísima carga emocional que conlleva siempre el debate sobre las identidades nacionales. Mas y Junqueras conocen bien los resortes emocionales del agravio y de la afirmación nacional, y están decididos a manipularlos sin límite al servicio de sus objetivos políticos inmediatos.

Un elemento clave de la manipulación independentista consiste en fomentar la confusión entre el sentimiento nacional y la reivindicación de un Estado propio. El maestro Álvarez Junco explicó hace escasas fechas en El País la diferencia entre una y otra realidad. Un grupo de personas que comparten ciertos rasgos culturales y viven sobre un territorio que consideran propio, puede considerarse una comunidad nacional. Un Estado es, sin embargo, una estructura político-organizativa que controla una población sobre un espacio determinado.

Nada tiene que ver una cosa con la otra. El propio Álvarez Junco contabiliza más de 6.000 comunidades que se consideran nación en el mundo, mientras que tan solo hay en torno a 200 Estados reconocidos.

En Cataluña estamos, por tanto, ante dos debates que debieran diferenciarse pero que se entremezclan en una ceremonia de confusión, honestamente errada por unos y deliberadamente manipulada por otros. El primer debate alude al reconocimiento de los atributos de realidad nacional para la comunidad que conforman quienes se sienten catalanes, de forma exclusiva o compartiendo otras identidades. El segundo debate tiene que ver con la derivación inexorable o no, necesaria o no, interesante o no, de convertir aquella realidad nacional en una estructura estatal propia separada de España.

Creo sinceramente que quienes tratamos de combatir la independencia de Cataluña deberíamos esforzarnos por no caer en las provocaciones de quienes pretenden identificar falazmente el legítimo sentimiento nacional de muchos catalanes con el propósito ilegítimo e ilegal del separatismo.

La identidad nacional catalana merece todo el respeto, tanto si hablamos de “nacionalidad”, conforme a la terminología constitucional , como si hablamos de “nación”, conforme al término utilizado en el Estatuto y en el Parlamento de Cataluña de manera mayoritaria. ¿Cómo no darse por enterados de que existe una lengua propia en Cataluña? ¿Cómo no respetar y querer el acervo cultural que representan figuras de la altura de Joseph Pla, de Mercé Rododera, de Salvador Dalí o de Joan Manuel Serrat? ¿Cómo no reconocer el sentimiento evidente de pertenencia a una comunidad propia que exhiben con orgullo cada día millones de catalanes?

Ahora bien, el reconocimiento de una identidad y de una realidad nacional es una cosa, y cosa bien distinta es inferir de tal reconocimiento la pertinencia de unas condiciones exclusivas de integración en el modelo territorial del Estado español, o de unos privilegios diferentes a los propios del resto de la ciudadanía española, o la configuración inexorable de un Estado distinto. Es más, el reconocimiento de la comunidad nacional catalana no faculta para negar la existencia también evidente de la nación española.

Cataluña es una comunidad nacional, pero esta condición no faculta a dirigente político alguno en Cataluña a negar otras identidades nacionales, a exigir exclusividad identitaria a su ciudadanía o a conducir a la sociedad catalana a una aventura absurda vulnerando la legalidad vigente y contraviniendo los intereses generales, de catalanes, de españoles y de europeos todos.

La comunidad nacional catalana merece respeto, defensa y cierto nivel de autogobierno, conforme a la legalidad del Estado y de los Tratados europeos. La reivindicación de un Estado propio contraviene de hecho el respeto y la defensa que merecen Cataluña y los catalanes. Porque nada hay más anacrónico en el siglo de la interdependencia y la interconexión global que reclamar independencia y desconexión en una pequeña comunidad de apenas siete millones de habitantes.

Porque la ruptura de los mercados en España y en Europa es antieconómico, y nadie ha explicado a los catalanes que la ensoñación independentista puede conllevar un retroceso grave en sus condiciones de vida. Y porque ningún Estado vigente y ninguna organización supraestatal seria está en condiciones de avalar la ruptura unilateral en la integridad territorial de un miembro relevante de la comunidad internacional. El efecto contagio podría resultar letal para la seguridad y la convivencia a escala global.

Escuchemos, hablemos y acordemos fórmulas renovadas para reconocer, respetar y dar cauce a las comunidades nacionales, pero renunciemos a nadar contracorriente en el río que conduce racionalmente la organización de los espacios públicos compartidos hacia la integración de las voluntades democráticas y las acciones eficaces de gobierno.