En la misma línea de Renan se expresaron hombres de diversa índole como Ortega y Gasset o Benedict Anderson, uno de los grandes teóricos del nacionalismo. El primero, de manera muy sofisticada, definió la nación como un ‘proyecto sugestivo de vida en común’. Anderson, por su parte, hablaba de ‘comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana’. Este último, entronca con el pensamiento del recientemente fallecido Eric Hobsbawn, que puso de moda el enunciado ‘la invención de la tradición’.
Por tanto, podemos definir nación de la siguiente forma: grupo humano, colectividad, que ha compartido muchas cosas en el pasado y quiere seguir compartiéndolas en el futuro. Pero esa colectividad, también debe estar dispuesta a olvidar numerosos episodios que, o bien no interesan, o bien no encajan con esa ‘comunidad política imaginada’ que se pretende construir.
Para el caso que aquí exponemos, especialmente relevante son los términos ‘limitada y soberana’ de la definición de Anderson. El primero, hace referencia al territorio. Toda nación debe estar delimitada geográfica, lingüística, confesional o racialmente. Sólo de esa forma, se genera el ‘sentimiento de pertenencia’. El segundo término, el de soberanía, alude a la capacidad para autogobernarse. Es de esto, de lo que se ocupa el nacionalismo.
El nacionalismo, según lo definió Ernest Gellner en ‘Naciones y Nacionalismo’, es el principio político que pretende ‘que haya congruencia entre la unidad nacional y la unidad política’. Es decir, dotar a ese grupo humano o colectividad del que hemos hablado arriba, de una serie de instituciones político-jurídicas, que operen dentro del territorio ‘nacional’. En definitiva, convertir una nación en un Estado, dando lugar a la famosa formula Estado-nación.
Es aquí donde surge el principal problema. El nacionalismo, en sus distintas variantes, aspira, como afirmó el propio Gellner, a la ‘homogeneización’ de la sociedad. Esto es, al ejercicio de la discriminación por parte del grupo nacional (grupo mayoritario o, al menos, dominante), dirigida contra las minorías étnicas, lingüísticas, religiosas o raciales. Formulemos una sencilla pregunta. Si Cataluña se escinde de España, creando fronteras, así como ejército, moneda e instituciones propias, ¿qué pasaría con los españoles que queden dentro de las fronteras catalanas? Viceversa, ¿habría que discriminar a los catalanes que queden de la otra parte? La respuesta, podemos encontrarla mirando, aunque sea de reojo, la situación en la región de los Balcanes, donde no cesan los conflictos entre diferentes grupos. Todo, por querer establecer fronteras donde no las hay, por enfrentar lo artificial a lo natural.
Y es que en Cataluña, el problema ‘se ha inventado’. En el País Vasco, por ejemplo, hay (o había) un conflicto social, marcado por el terrorismo, por sus víctimas, y por una sociedad en mayor o menor medida dividida. En Cataluña, sin embargo, peleas entre dos personas nacidas en distinta región, de diferente clase social o con ideologías claramente enfrentadas, están todavía por verse. El problema, en este caso, es de las élites político-económicas, irrespetuosas con una sociedad madura y responsable como es la catalana (y por ende la española). Problema de querer hacer ‘despertar a la nación dormida’.
Concluyamos, pues, diciendo que no tiene sentido hoy día plantear la política en términos nacionales. Proyectos tan seductores como la construcción de una Unión Europea fuerte, con la que soñaron hombres como Adenauer, Schuman o Monnet, hacen que sea ahí donde debamos dirigir nuestros mejores esfuerzos. La era nacional (siglos XIX y XX) ha concluido. Vivimos en una etapa posnacional. Decía con acierto Mussolini que el nacionalismo era la ‘religión política del siglo XX’. En el siglo XXI, esa religión debe ser otra. Aunque sólo sea para no volver a cometer los errores y las barbaridades que se cometieron en el siglo XX, aquel que Hobsbawn calificó como ‘el mejor y el peor siglo de la historia’.