Confieso que estoy muy sorprendido. Pero no por la súbita eclosión del problema, sino por el modo como se han desarrollado los acontecimientos. En realidad, no se ha tratado de una eclosión sino de una lenta evolución que ha durado mucho tiempo. Ha sido una grieta, una falla tectónica que, al principio, se ampliaba unos milímetros cada año y que, en los últimos meses, está adquiriendo una velocidad peligrosa.

Con la Transición y el proceso constituyente se fraguó un proyecto de modernización y convivencia compartido, por primera vez en la historia, por la inmensa mayoría de los ciudadanos. La Olimpiada de Barcelona hizo visible el espíritu de concordia entre las distintas culturas (recordemos a los atletas medallistas enarbolando orgullosos la bandera española y la senyera), y las inversiones, que se llevaron a cabo con la excusa de la Expo y de la Olimpiada, mostraron que había un proyecto de país que atendía tanto a las necesidades de los territorios más dinámicos como a reducir la brecha con los menos desarrollados.

En aquel periodo, se avanzó enormemente en la comprensión y aprecio de la cultura catalana (sigo hablando desde Madrid). Los catalanes eran muy visibles en Madrid, en Ministerios emblemáticos, en empresas públicas y privadas, en la universidad, en la cultura. En los medios de comunicación más influyentes y en actos públicos se debatía y comparaba el proyecto urbanístico de Madrid con el de Barcelona. Se competía y se rivalizaba con respeto e incluso admiración. No quiero exagerar. Seguro que también había problemas, pero recuerdo el éxito de público de la exposición sobre ‘Catalunya’ que se hizo (creo recordar) en el Palacio de Cristal del Retiro por aquellos años. También recuerdo la normalidad con la que todo el mundo aceptó la nueva denominación de Lleida y Girona, aunque tanto la ‘elle’ como el ‘gi’ catalán, no son precisamente fáciles de pronunciar para un castellanohablante.

Aquel impulso se fue difuminando poco a poco. Se fue amortiguando. Cataluña y Barcelona empezaron a estar menos presentes en las conversaciones. Los catalanes se hacían menos visibles, aunque en la mayoría de los casos seguían estando allí. El mundo era global y había que mirar más lejos. Sin dramatismos ni grandes aspavientos, Madrid y Barcelona empezaron a ignorarse. Cada uno trazó su propia ‘hoja de ruta’ hacia la globalización.

‘Madrid se va’, diría Pascual Maragall en un memorable artículo de 2001. Y se lamentaba: ‘Nos deja, no le interesamos’. Parecía que cada cual se tenía que buscar la vida. Barcelona (y Cataluña) empezó a prescindir de Madrid y a crearse su propio mundo. Y viceversa. La sana competencia de ciudades se fue convirtiendo en indiferencia primero, en extrañamiento después, para terminar en recelo y reproche. En diez años se pasó del ‘Madrid se va’ al ‘España nos roba’.

No es mi propósito hablar de las causas ni de posibles responsables. Afortunadamente, ya son bastantes los que ahora opinan y reflexionan sobre ellas. Solo quiero hacer una reflexión más pegada al suelo. Cada vez que he ido a Barcelona, en los últimos tiempos, he podido percibir cómo el discurso dominante en la calle se iba trufando de argumentos e interpretaciones inculpatorios hacia ‘Madrid’, aceptados casi unánimemente, que en muchas ocasiones me parecían injustos, arbitrarios o, al menos, faltos de matices. Pero en el resto de España a nadie parecía importarle.

¿Cómo no lo vimos? ¿Qué fibra sensible se nos ha roto? ¿Por qué no se supo captar que era urgente poner en la agenda este asunto? En cada territorio se actuaba según su propia dinámica ciega y sorda a lo que ocurría en el otro espacio. Es verdaderamente sorprendente que no se hiciera visible el potencial explosivo de esta dinámica social, si tenemos en cuenta que las dos sociedades están mucho más entrelazadas de lo que habitualmente pensamos. Entre estos lazos figuran de forma destacada las relaciones entre sectores sociales tan significativos e influyentes como la prensa, la cultura, la universidad y el mundo empresarial, que tienen contactos diarios en los foros más diversos, y a los que pocas veces se les ha oído levantar ninguna voz de alarma ante la desafección galopante (salvo en tiempos muy recientes cuando ya era difícil rectificar). Parece que todos aprendimos a vivir dos vidas paralelas según la ciudad en la que nos encontráramos en cada momento.

Si miro a mi alrededor, a lo cotidiano, me encuentro con múltiples afectos que me ligan a Cataluña, más allá de los familiares. Los catalanes y catalanas que descubro entre las firmas de los periódicos que leo y las emisoras de radio que escucho, entre los creadores y artistas que veo en los créditos de películas, series y programas de televisión que me gustan. Entre los autores de los libros que leo. Entre los artistas plásticos o los músicos que me emocionan. Entre los intelectuales cuyas ideas me ayudan a comprender el mundo en el que vivimos. Entre los empresarios que han puesto a España en el mapa. Entre los compañeros de trabajo. Ente los profesores que marcaron mi juventud. Por supuesto, entre los amigos entrañables.

Comprendo que esta es mi cuenta personal y que cada cual podría hacer la suya con conclusiones diferentes. Pero el resultado agregado de todos creo que sería enormemente positivo. Como, sin duda, también sería muy positivo el cálculo espejo que se podría hacer desde Cataluña respecto al resto de España. Estamos empezando a poner en riesgo este valor acumulado.

Y no estoy hablando de secesión que espero que no ocurra. Estoy hablando del desgarro, que ya se está produciendo por el cariz que está tomando el debate. Responder con un exabrupto a una idílica quimera solo lleva a ahondar la brecha.

No nos dejemos llevar al huerto. Tenemos que reconstruir la red de afectos reales y reforzarlos. Rescatar los elementos que nos ayuden a reconstruir un proyecto común en el que se sumen los deseos de todos y en el que todos ganemos. Un proyecto que nos ilusione a todos y nos ayude a salir de la crisis. Así ocurrió en la Transición, donde la meta de entrar en Europa por la puerta grande polarizó los esfuerzos de todos para hacer un proyecto viable y compartido de país.

Hoy no somos más ineptos que entonces ni estamos menos preparados, sino todo lo contrario. Si todo nuestro esfuerzo lo ponemos en salvar los muebles y dejar las cosas como están, tal vez podamos retener los deseos secesionistas de Cataluña y evitar la pérdida económica que la ruptura sin duda generaría, pero si no cuidamos el intangible de los afectos y complicidades compartidas, podemos sufrir una pérdida moral irreparable, de valor muy superior al coste económico salvado.