Esta catástrofe, sólo una muestra de los efectos del “cambio climático” que se avecinan, tiene unas características tan específicas y diferentes en sus aspectos humanitarios y geopolíticos que, lejos de ayudarnos a vaticinar un efecto más benévolo que otras recientes en personas y cosas, nos lleva a suponer que muy probablemente causará daños enormes y mantenidos en el tiempo.
Por un lado hay que detenerse en su presentación, de forma “sub-aguda”. La propia naturaleza paulatina del fenómeno produce que no se hayan dado esos excesos en la mortalidad previsible tan comunes en otros fenómenos de impacto inmediato (imposible no recordar el reciente terremoto de Haití). Que no se materialicen aquí tan tétricas previsiones numéricas provoca que la atención mediática sea mucho menor, la sensibilización de la opinión pública occidental casi inexistente y, al final y como los unos llevan a lo otro, que las aportaciones de ayuda gubernamental, intergubernamental y privada sean aún más raquíticas de lo habitual. Obsérvese que más de un mes después de comenzados los desbordamientos no se había alcanzado ni un 65% de los fondos de ayuda urgente que solicitó Naciones Unidas, y que ascienden a 459 millones de $.
Existen al iniciarse el mes de Septiembre 17,2 millones de afectados en aquél país (más del 10% de la población), 1.600 fallecidos y 2.366 heridos, además de 1,2 millones de casas destruidas. Pero las conjeturas para el futuro hechas ahora, cuando aún no se ha visto el final del fenómeno natural que está en plena evolución, no pueden ser más pesimistas ya que con seguridad el número de afectados y fallecidos se incrementará de manera notable en los próximos meses y años. De hecho los peores efectos para las vidas humanas llegarán tarde, cuando la escasez de agua, alimentos, viviendas, material de aseo y atención sanitaria comience a hacer estragos en la salud y en las mínimas condiciones de vida de los supervivientes. No se debe olvidar que lo que sucede afecta a una población en situación basal muy precaria, con una gran mortalidad infantil y materna, un elevado nivel de desnutrición (más del 20% de la población), baja renta per cápita, escaso nivel de desarrollo (Pakistán ocupa el puesto 141º en el Índice de Desarrollo Humano de 2009, entre 182 países) y una escasez crónica y crítica de infraestructuras y servicios básicos.
En el contexto internacional el momento en que esto ocurre no podría ser peor. La intensa crisis económica que sacude al mundo, en especial a los países desarrollados, provoca casi como medida unánime el recorte de las partidas que cada país destina a ayuda oficial al desarrollo y específicamente a la atención humanitaria. Un rasgo del problema, no obstante, puede repercutir positivamente en este caso: el hecho de que Pakistán sea un valioso aliado en la lucha contra la insurgencia integrista talibán y se sitúe en una encrucijada geográfica crítica para el mundo. Por ello resultaría razonable que el interés de las grandes potencias en colaborar en la atención al desastre fuera mayor que el predecible en similares circunstancias en otro país. Quiere decirse tanto como para que la inestabilidad que pueda resultar del malestar de una gran parte de la población sea un escenario a evitar de todas las formas posibles, aunque sea poniendo encima de la mesa fondos para ayuda humanitaria. No cabe duda que lo más favorable para este país en estas circunstancias es que su seguridad sea un asunto de interés mundial, pues en parte es también la seguridad de Occidente lo que está en juego.
Pero hay un tema de la máxima preocupación en los ámbitos técnicos, y también políticos, que articulan y gestionan la ayuda humanitaria. Los militares pakistaníes, con esa incomparable capacidad logística que puede desplegar el ejército en todas partes, está llevando la ayuda disponible a zonas del país muy castigadas por el fenómeno, donde existe mucha población aislada y en situaciones extremas. Se trata sin duda de una actividad muy loable y es consecuente con el papel de protección de sus conciudadanos que los uniformados asumen. En algunas de esas zonas el gobierno mantiene litigios y enfrentamientos más o menos larvados con grupos insurgentes que, en ocasiones, son ayudados por la propia población: es el caso de Cahemira o de las zonas tribales fronterizas con Afganistán que están bajo la administración federal. No olvidemos que en estas zonas se supone que puede esconderse Bin Laden y la plana mayor de las fuerzas talibán. Como quiera que una parte importante de la población que habita en ellas está siendo severamente castigada por las inundaciones y a muchas sólo puede acceder el ejército con sus medios aéreos, es necesario que en la distribución de la ayuda se sea extraordinariamente escrupuloso con los principios que deben inspirar la acción humanitaria (imparcialidad, respeto a las víctimas, universalidad, independencia, etc) y no se caiga en la tentación, tal y como hemos visto en otras partes del mundo en situaciones parecidas (*), de utilizar la ayuda humanitaria para premiar a amigos y castigar a enemigos, si unos y otros son, en este caso, víctimas inocentes de la fuerza desbordada de la naturaleza.
Una supervisión independiente de las actividades de la Ayuda Humanitaria en esa zona sería muy conveniente y daría un gran valor al esfuerzo internacional de colaboración y a sus actores.
(*) ¿Quién se acuerda ya de los problemas éticos que planteó la distribución de ayuda por parte del ejército indonesio a zonas rebeldes de Aceh previas al tsunami de 2004? Ver las referencias bibliográficas cuantiosas sobre este tema, entre ellas la que está disponible en la pagina web http://tsumami.galeon.com/ : “…Además, debido al conflicto separatista que sufre Indonesia, las organizaciones humanitarias tenían prohibida la entrada (en Aceh) hasta que ocurrió el tsunami y, una vez han entrado, se encuentran con muchas dificultades debido a las rivalidades entre la guerrilla y el ejército”.