El resultado es fácil de constatar cuando se analizan las obras y actuaciones consideradas para los presupuestos de 2013 y se valoran los importes asignados a las mismas. Uno se sorprende de la multitud de actuaciones sobre las que un análisis económico-financiero sencillo, que considerara los ingresos esperados y los costes de inversión, mantenimiento y explotación previsibles, llevaría claramente a sentenciar su inviabilidad o a desaconsejar su realización. Obviamente, hay proyectos en los que su carácter de servicio público da lugar a la inexistencia de ingresos, o a que las tasas correspondientes no cubran más que una parte de los costes asociados. En estos casos se supone que deben ser el número de personas beneficiadas y el carácter de ese beneficio los que justifiquen la asunción del conjunto del déficit por la sociedad, abonándolos ésta a través de los impuestos de todos. Y, naturalmente, se supone que el análisis de estos beneficios y beneficiados debería ser el tipo de documentación e información que los correspondientes parlamentarios deberían estudiar para tomar la decisión sobre el carácter de su voto.
Desgraciadamente esto dista mucho de la realidad y las decisiones se toman de arriba abajo y los parlamentarios asienten con las decisiones de los Gobiernos, cuando el partido que gobierna tiene mayoría absoluta, o con el resultado de las negociaciones con otros partidos, cuando estos son necesarios para la obtención de las correspondientes mayorías. Las consecuencias son evidentes cuando observamos, por ejemplo, la privatización de la gestión del sistema sanitario en Comunidades autónomas como la valenciana, la madrileña o la de castilla la mancha, bajo un supuesto menor coste y una mejor calidad de servicio a la ciudadanía. Supuestos difícilmente asumibles para cualquiera que haya sido responsable de una gestión pública y/o privada. Y difícilmente compatible con el interés de muchas empresas por entrar en el negocio. Si es cierto que el sector privado puede dar mejor servicio a menor coste a los ciudadanos que el actual servicio público, lo que es evidente es que los responsables de esa gestión pública deberían ser excluidos a perpetuidad de la misma por incompetentes, ya que son incapaces de conseguir que el excedente que necesariamente se va a llevar el sector privado se convierta en mejores condiciones de trabajo y de calidad de servicio para el ciudadano. ¿O es que el problema está en las condiciones de trabajo que el sector privado puede precarizar y abaratar gracias a las sucesivas reformas de la legislación laboral, trasladando unas condiciones dignas de trabajo en el sector público a beneficios privados? No cabe mucha duda de que por ahí van los tiros y que estamos, sin duda, ante unos políticos que tienen muy claro para qué beneficios trabajan. Y estos no son precisamente los generales de la ciudadanía.
Pero no pretendía ser la problemática hospitalaria el objetivo de este artículo, aunque la dinámica del sistema sanitario y la actual política de derribo de las unidades sanitarias locales, sean un paso adicional en el grave proceso de transformación territorial y de agresión al medio rural de unos Gobiernos, del Estado y de algunas Comunidades Autónomas, a los que el verdadero bienestar de los ciudadanos sólo parece interesar como coletilla de sus discursos.
Gobiernos a los que no les importa asignar miles de millones a las entidades financieras o a determinadas actividades privadas que habremos de cubrir con los impuestos de todos, mientras que excluyen del destino de esos impuestos a centros de atención médica o de urgencias locales, centros educativos o la cofinanciación de fondos europeos (FEADER, fundamentalmente, aunque no sólo) que al perder la misma, que a veces representa sólo el 10% del total de la inversión, dan lugar a que se pierdan varios miles de millones de fondos europeos para España. Lo que unido a otros aspectos como el cierre de oficinas bancarias en el medio rural, obliga a que el reducido número de jóvenes que permanecían en este medio se vean impelidos a su abandono; y a que se corten por lo sano procesos de vuelta al campo para la búsqueda de oportunidades, de jóvenes que en la ciudad no tienen más alternativa que el paro o la emigración al extranjero.
Mientras tanto vemos -¿con sorpresa?- cómo en los presupuestos correspondientes de 2013 siguen apareciendo proyectos “históricos” de infraestructuras de transportes cuya inclusión en planes y presupuestos anteriores han seguido el proceso antes señalado; y cuyo mantenimiento sólo se justifica por la connivencia de técnicos y políticos en la clara tendencia a “mantenella e no enmendalla”. Porque, curiosamente, en paralelo, faltan muchos otros proyectos de transporte público en áreas metropolitanas (en autobús por vías reservadas, o de minimización de la movilidad obligada motorizada, por ejemplo) cuya necesidad para el ciudadano parece simplemente más apremiante y cuya rentabilidad en términos socioeconómicos, ambientales y territoriales difícilmente podría ponerse en cuestión, si el interés general fuera el criterio de toma de decisión.
Para nadie es un secreto, y los propios presupuestos lo reconocen, que los recursos disponibles para la inversión pública han de restringirse (aunque ya en otros artículos he hablado de la incoherencia de la asunción del déficit cero y del ritmo impuesto a la caída de las inversiones públicas). Pero también se supone que esa restricción debería ir asociada a una selección mucho más estricta y justificada de las inversiones que se mantienen, en base a los efectos esperados de las mismas. Pero hete aquí que los volúmenes más significativos de inversión siguen empeñados en actuaciones que, cuando se acaben, van a venir a incrementar los déficits de explotación de las empresas públicas implicadas; o, de privatizarse éstas, como parece derivarse de los textos correspondientes, van a implicar una fuerte caída de los servicios sobre los que, teóricamente, han servido de hipótesis para justificar la demanda que iba a rentabilizar socioeconómicamente la actuación.
Cualquier manual mínimamente serio señala como uno de los principios básicos de las infraestructuras que éstas no son un fin en sí mismas. Que se construyen para soportar unos servicios dirigidos a cubrir unas necesidades sociales de las personas que las demandan. Y que las prioridades en su realización deberían venir en consonancia con los beneficios aportados, con el número de las personas que los reciben, con los costes directos e indirectos que generan, y con la posibilidad de cubrir los costes no asignados al concepto de servicio público por los propios usuarios.
El sector privado antes de realizar una inversión analiza el flujo de gastos e ingresos esperados y el beneficio y rentabilidad asociados a la actuación, previamente a su toma de decisión. Los técnicos de las Administraciones Públicas se supone que no sólo realizan estos análisis económico-financieros, para tener constancia del volumen de inversión, de los costes de funcionamiento y mantenimiento previsibles, y de los retornos mediante tasas o precios públicos esperados, sino que van más allá en sus estudios y realizan verdaderos análisis coste-beneficio, incorporando los valores asignables a conceptos no tenidos en cuenta por el mercado; e, incluso, análisis multicriterio donde se tienen en cuenta todos los efectos asociados a la intervención y el peso dado a los mismos para la toma de decisión por los políticos que las adoptan.
Naturalmente estos estudios, como sucede con los de las empresas, implican hacer previsiones para el medio y largo plazo que a veces pueden resultar fallidas y obligan a cambios de rumbo en las políticas a seguir. Pero de nuevo nos encontramos con que, pese a que estamos en la mayor crisis de los últimos sesenta años en este país y con unas políticas absurdas que nos llevan a su alargamiento (en el mejor de los casos) en el tiempo, el Plan de Infraestructuras de Transportes y Vivienda (PITVI 2013-2024) sigue manteniendo actuaciones insostenibles, económica ni ambientalmente.
Se puede alegar en su defensa que lo único que hace es lo que señalábamos al principio de este artículo: mantener lo que recogía el Plan Estratégico de Infraestructuras de Transporte (PEIT) del Gobierno anterior con modificaciones marginales. Pero, eso sí, ahora en una situación mucho menos coherente, por ser mucho menores las expectativas de inversión que les adjudica el propio Gobierno. Y sin el menor atisbo de racionalidad en la asignación de presupuestos para 2013, aunque gran parte responden a obras ya iniciadas o comprometidas presupuestariamente.
¿Es imposible evitar que ello sea siempre así? Mi experiencia personal en la gestión pública es que la presión y resistencia de los políticos, intereses y medios de comunicación locales tienen un peso muy alto y una capacidad de freno muy elevada sobre posibles decisiones para revertir acuerdos previos. Pero también hay una resistencia muy fuerte en los equipos técnicos públicos para cuestionar cualquier tipo de inversión pública que tenga que ver con sus competencias. Ha habido un desgraciado proceso de transición desde las evaluaciones técnicas como ayuda para las tomas de decisiones públicas, a las evaluaciones que hacen los técnicos para justificar las decisiones que toman los políticos que mandan.
La necesaria información pública de los planes para los adecuados mecanismos de participación pública, dista mucho de proporcionar cualquier dato que pueda cuestionar las actuaciones que proponen. Ni se aprovechan ni se quieren aprovechar las ventajas que proporciona internet para que todas las evaluaciones de los proyectos implicados estuvieran en la red y permitieran que, al menos, las asociaciones profesionales, colegios, técnicos o asociaciones ecologistas o de la sociedad civil, con capacidad suficiente para cuestionar las hipótesis, los análisis, los resultados o las prioridades que se establecen en el plan, pudieran hacer una revisión crítica de los mismos.
Este procedimiento de realizar y exponer en internet las correspondientes evaluaciones, fue el establecido y seguido, con todas sus limitaciones, pero como correcto punto de partida hacia una mayor transparencia y participación pública informada, por la Secretaría General para el Territorio y la Biodiversidad, del Ministerio de Medio Ambiente, entre 2004 y 2008. ¿No se podría generalizar a todas las administraciones y planes y proyectos de las mismas que son incorporados en los correspondientes presupuestos anuales?
Mi experiencia personal me ha demostrado que la administración y gestión pública puede ser igual o más eficiente que la privada, y mucho más beneficiosa para el ciudadano que la externalización de la misma al sector privado. Que una gestión pública permite incorporar adecuadamente las externalidades de sostenibilidad ambiental, de cohesión socioeconómica y de equilibrio territorial, que el mercado no incorpora en su funcionamiento cotidiano. Y que no puede haber Estado de Bienestar ni defensa de los intereses generales sin una Administración Pública con un funcionariado competente, motivado y bien tratado y respetado.
Pero me temo que el verdadero problema actual es que ni el Gobierno de la Nación, ni el de muchas Comunidades Autónomas, tienen precisamente entre sus objetivos prioritarios ni el interés general ni la sociedad del bienestar. Y los presupuestos que preparan para 2013 no son más que una constatación de este hecho, del que esperemos que los ciudadanos se hagan conscientes para las pocas ocasiones en que con su voto pueden ayudar a cambiar la situación. Y que las protestas en la calle como único mecanismo alternativo eficiente de participación, sean capaces de evitar los ángulos más agresivos e hirientes sobe nuestra sociedad del bienestar.