En Japón el giro hacia la izquierda tiene un alcance histórico apabullante y sitúa a este país ante una perspectiva inédita. En Alemania los descensos de la democracia cristiana –pese a la aparente buena imagen de la Canciller Angela Merkel– y, sobre todo, los avances del nuevo partido LA IZQUIERDA, liderado por Oskar Lafontaine, revelan que algo se está cociendo en el electorado de un país tan central como Alemania. Superando el 21% de los votos en el Sarre y el 28% en Turingia este nuevo partido en poco tiempo se está convirtiendo en una fuerza política decisiva, superando en votos en algunos casos al propio SPD. De esta manera, los hechos parece que están dando la razón a Oskar Lafontaine, evidenciando que el electorado –y la propia dinámica– demandaban un cierto giro a la izquierda y un mayor dinamismo en el anquilosado partido socialdemócrata alemán, que a su debido tiempo no supo –y/o no quiso– tener suficientemente en cuenta las posturas que representaba Lafontaine. Lo cual no sólo ocurre en el SPD.

El ejemplo alemán debe servir de aviso para navegantes de lo que puede ocurrir cuando se baja en exceso el pulso de la tensión ideológica y cuando se obvian las necesidades de integración interna de los sectores de izquierda en el seno de la socialdemocracia. La experiencia histórica más de una vez ha demostrado, en este sentido, que las fosilizaciones partidarias, las rigideces internas y la santificación simplista de las lealtades primarias, no sólo asfixian el necesario clima de debate, de porosidad propositiva y de crítica interna, sino que acaban conduciendo al ensimismamiento, haciendo pequeño y limitado lo que bien podría ser más grande y más abierto. De ahí, la orientación que parece que se está tomando en el Partido Socialista francés, después de su habitual reunión de La Rochelle, en el sentido de dotarse de unas reglas claras de juego político interno que propicien la participación y una mayor porosidad con el conjunto de la población.