Significativos referentes de la izquierda española manifiestan públicamente su rechazo a “esta Europa” y a los vectores que se le asocian: el recorte y la imposición. Y lo realmente preocupante es que a “esta Europa” no se le está contraponiendo “otra Europa”, sino un repliegue nacional que tendrá como consecuencia inevitable “menos Europa”.
El proyecto europeo fue siempre sinónimo de convivencia en paz, de desarrollo económico sólido, y de consolidación de derechos sociales y democráticos de ciudadanía. Queremos Europa porque queremos paz, desarrollo y progreso. Es más, durante mucho tiempo hemos convenido que no existe alternativa para el proyecto de construcción europea. Los europeos del sur y del norte solo podremos progresar en el marco de una Europa integrada. O tenemos más Europa, o tendremos menos paz y menos desarrollo.
No obstante, lo que nos llega de Europa en este tiempo es algo muy alejado de estos principios. Europa impone y no escucha. Europa persevera en una política que antepone los intereses de los banqueros a las necesidades de las personas. Europa sacrifica el crecimiento y el empleo en nombre de una austeridad suicida. Europa antepone los propósitos nacionales de Alemania a costa del empobrecimiento severo del resto de los europeos. Europa adopta decisiones de manera opaca y sus dirigentes se perciben tan lejanos como carentes de legitimidad democrática. Más aún: Europa nos hace sufrir, mientras nos lleva al desastre.
La tentación más fácil es la del portazo. Si esto es Europa, adiós a Europa. No queremos la Europa de los mercaderes. Allá Alemania con sus obsesiones y sus egoísmos. Nosotros nos borramos de Europa y nos volvemos a la seguridad del terruño. Parte de la intelectualidad de izquierdas está reclamando paradójicamente un protagonismo más activo para los viejos estados nacionales, como última trinchera para la defensa de los derechos sociales.
Sería un error caer en esta tentación. Porque no hay seguridad en el terruño mientras el mundo se globaliza. Los fenómenos que amenazan la democracia, la justicia y la equidad tienen carácter transnacional, y solo desde escenarios políticos transnacionales se pueden regular y controlar. No hay estrategias keynesianas, ni fiscalidades progresivas, ni luchas contra el cambio climático, ni políticas de bienestar realmente ambiciosas y eficaces fuera del marco de la integración europea. O somos más Europa o seremos menos. Menos en todo, también en derechos sociales.
Pero esta convicción no resuelve el problema de la desafección creciente en Europa. Ante esta realidad, cabría enviar dos mensajes al menos. El primero, a la canciller Merkel y a quienes le hacen el coro en el discurso de la austeridad a toda costa. Cuidado. La vieja ensoñación pangermánica ya fracasó por la vía militar, y tampoco triunfará por la vía económica. La locomotora alemana se ha beneficiado de la convivencia pacífica y de los mercados abiertos en el continente. Pero este beneficio tuvo siempre como contrapartida el progreso común y el desarrollo equilibrado. Si siguen asfixiando a la gallina, puede que deje de poner huevos, o puede que se muera, o puede revolverse y picarles en los ojos.
El segundo mensaje está dirigido a la socialdemocracia europea. La alternativa a esta Europa no puede ser “menos Europa” sino una Europa más integrada y más justa. Y para alcanzar este objetivo la primera condición está en la articulación de un auténtico Partido Socialista de Europa, que defienda los mismos postulados de solidaridad y de desarrollo equitativo tanto en el sur como en el norte.