Tanto para los fundamentalistas del liberalismo, los llamados neocon, como para los múltiples conversos procedentes de la socialdemocracia, las iniciativas públicas adoptadas resultan extrañas y chocantes, sin pararse a pensar que los gobiernos tienen la obligación de defender el interés público y garantizar la seguridad de sus ciudadanos, algo a lo que los liberales genuinos nunca renunciaron. Y esos objetivos están en el origen de las medidas aprobadas en América y en los Estados miembros de la Unión Monetaria europea. Medidas no para salvar bancos o entidades crediticias mal gestionadas, como afirman algunos de manera displicente, sino tendentes al establecimiento de un régimen de garantías suficiente para superar el marasmo en que estaban cayendo las economías de las regiones más ricas del Planeta.
Desde la perspectiva española es importante subrayar que nuestro país ha entrado de bruces en la crisis financiera y económica subsiguiente en una situación singular que tiene luces y sombras: entre las primeras se cuenta el tener un sistema crediticio basado en la banca al por menor muy eficiente, pero muy endeudado en los mercados internacionales, que es lo que ha permitido que el crédito en España creciera a tasas cercanas al veinte por ciento durante los días de vino y rosas del boom inmobiliario. Junto a ello, y esas son las verdaderas sombras, una economía que ha girado en demasía alrededor de lo inmobiliario, con abandono de otras actividades empresariales que han sido sacrificadas en el altar de la especulación. Por su parte, los poderes públicos se han sumado a la riada del dinero abundante, abandonando la previsión exigible a cualquier gobernante. Lo sucedido es buena prueba de ello.
Pero, una vez expresados algunos de los reproches ineludibles, conviene decir que las medidas aprobadas, si se gestionan con seriedad y exigencia, podrían tener efectos muy saludables para atenuar las dificultades innumerables que nos acechan: el régimen de garantías para hacer posible el funcionamiento de los mercados interbancarios es crucial para España, porque una parálisis prolongada de ellos podría derivar en un problema de solvencia para algunas de nuestras entidades de crédito. Tales garantías, que deberán supervisar y otorgar los organismos responsables de la inspección, no habrían de suponer un coste adicional para las arcas públicas, sino más bien lo contrario, mediante el establecimiento de unas comisiones por el servicio prestado, además de la realización del seguimiento de las entidades beneficiadas de ellas, proponiendo, en su caso, la remoción de los gestores, que las han conducido a dicha situación.
Si las medidas anteriores funcionan, es posible que no sea necesario acudir masivamente a la compra de activos, aunque habrá casos en los que la parálisis de la economía real obligue a bancos y cajas de ahorros a ejecuciones importantes de créditos para promociones y suelo, que serán adjudicados en pago de deudas. Y es posible que el peso de dichas adjudicaciones sea excesivo para los balances de algunas entidades. En esos casos, tendría que funcionar el mecanismo de la compraventa de activos para no estrangular el desenvolvimiento de los bancos o cajas afectados. Como en el caso anterior, no sería justo utilizar la ayuda pública sin exigir responsabilidades a los administradores responsables del problema. Y precisamente España tiene instrumentos legales, la ley de disciplina e intervención de las entidades de crédito, y experiencia suficiente para hacerlo.
Como europeos hemos comprobado la fragilidad de las instituciones de la Unión Europea, lo que ha obligado a rescatar en cada país a su Estado respectivo para enfrentar el problema. Por ello, la superación de ésta crisis habría de suponer la restauración del crédito del Estado nacional que, al fin y a la postre, es el último baluarte para defender los valores básicos de cualquier sociedad. No deberíamos los españoles olvidar esta realidad, aprendiendo la lección de que el Estado débil y fragmentado que se nos vende es una moneda falsa que no tiene porvenir.