No es verdad que estemos ante el fin del capitalismo, como muchos articulistas se han apresurado a afirmar mostrando una clara ligereza argumental o, quizás, convirtiendo sus deseos en hechos irrebatibles. Pero sí lo es que su forma más desregulada y especulativa no podrá subsistir hegemónicamente en los próximos tiempos y que las políticas que la han introducido y gestionado han entrado ya en una etapa de descrédito y retroceso.

Pero seamos sinceros con nosotros mismos. Ha hecho falta que el gran público sintiera en peligro sus ahorros para que el sentido común colectivo fuera más allá de la coyuntura y cuestionara los grandes dogmas de los últimos veinte años: la infalibilidad de un mercado que se autoregula, la capacidad de empuje de la ingeniería contable y financiera y la reducción de lo público a la esfera propia de un agente que vela por la propiedad privada y da vía libre a la avaricia.

Hoy las cosas han cambiado y la sociedad empieza a sumar a la incertidumbre sobre el presente y el miedo al futuro inmediato una dosis crítica que no conviene menospreciar , sino queremos que se genere una crisis de representación democrática en la ciudadanía. Desde luego, hay quien pensará que, una vez solventada esta crisis, el inicio de un nuevo ciclo expansivo hará que se recupere la confianza en el capitalismo, hasta tal punto que este volverá a las andadas. Ya ha ocurrido en el pasado, así que ¿por qué no esperar a que escampe para reabrir el casino en el horario habitual?

Las cosas ya no serán tan sencillas para quienes han provocado los problemas de estos tiempos. Vayamos por partes: los grandes directivos ven como sus primas e indemnizaciones no sólo son señaladas con el dedo acusador de la moralidad, sino que se proponen normas legales y fiscales para abolirlas; las instituciones irresponsables observan que a la ausencia de argumentos en su defensa se suma la decisión pública de poner fin a la opacidad en sus operaciones; y las fuerzas políticas neoliberales (PP incluido) se quedan en la picota de la plaza pública, escasamente tapadas con los restos de sus programas privatizadores.

Ahora bien, frente a los cambios objetivos que la crisis está introduciendo en la calidad de vida de la población y las transformaciones en la escala de valores de los individuos que genera al mismo tiempo, se establece un campo abierto que hay que ocupar, algo que puede hacerse de dos maneras opuestas: con la seguridad del garrote o con ideas y propuestas constructivas. Hay quien ya se ha puesto a ello en el primero de los casos: ahí están los tremendos resultados electorales de Austria, con una extrema derecha que alcanza ¡el 30 % de los sufragios!, o el avance los populismos en otros muchos países desarrollados.

En el terreno de la razón, lo que urge es que las fuerzas progresistas y de izquierda asuman su responsabilidad a fondo, cuando todos los factores favorecen su discurso. Durante los años de bonanza burbujeante, en su gran mayoría nunca se apuntaron al capitalismo neoliberal, sino que defendieron la virtud de lo público y la necesidad no sólo de mantener, sino de profundizar, el estado del bienestar, anteponiendo la responsabilidad empresarial y la creación de empleo de calidad a cualquier otra consideración. No hace falta, pues, que abracen un nuevo paradigma, sino que sean capaces de transmitir de forma renovada y atractiva el que siempre han mantenido: sí a la economía social de mercado, no a la sociedad de mercado. Pero yendo un paso más allá en su crítica al capitalismo –al que ahora podemos citar sin problemas por su nombre, ¡bienvenido sea!- y señalando que, innegablemente, llegado a su etapa de globalización, está en la causa de fondo de fenómenos tan peligrosos como la pobreza en el mundo y el cambio climático.

Si la izquierda no se moviliza en ese sentido, la crisis de confianza económica se transmutará en una deflación de la confianza política que debilitará los sistemas democráticos y favorecerá populismos y fascismos de toda condición y pelaje. Así que la responsabilidad de los progresistas es doble: llevar al o mantener en el poder sus programas para salir de la crisis con un estado más fuerte en lo político, lo económico y lo social y, simultáneamente, frenar en seco la aparición de la extrema derecha. Tal movilización debe estar apegada a las aspiraciones ciudadanas, ser cercana a sus demandas y presentarse renovadora en las formas de hacer política, ya sea en la transmisión de las ideas, la promoción de su debate o el impulso de la participación democrática. También tiene que ser omnicomprensiva, pues ha de interesar a los partidos, los sindicatos y las organizaciones sociales, de abajo a arriba.

Finalmente, el reforzamiento de la Unión Europea ha de estar en el centro del programa político de la izquierda ante la crisis, porque las soluciones nacionales en el marco de la mundialización son tan inviables como ingenuas. El programa de los socialistas europeos para las elecciones a la Eurocámara de 2009 -que se aprobará en Madrid a principios de diciembre- debe pivotar en torno a esa idea, máxime cuando todo apunta a que el cambio en los Estados Unidos está al alcance de la mano de Barack Obama. Es imaginable la enorme la sinergia positiva que una izquierda europea mayoritaria puede conseguir con un Partido Demócrata más abierto que nunca en la Casa Blanca.

Desde España estamos en las mejores condiciones de incidir en todo ello, porque la mayoría socialista que gobierna con Zapatero de Presidente fue elegida sobre la base de todos los postulados enunciados aquí: renovación política, impulso social para la igualdad, intervención de lo público y reforzamiento del estado del bienestar, europeísmo a ultranza y, por si faltaba algo, identificación con los demócratas de Obama, a quienes el “Primer Ministro” español no se les cae de la boca en ningún cara a cara electoral.

Sin duda, nuestra obligación es afrontar eficazmente la crisis en beneficio de la ciudadanía y aprovechar a fondo esta coyuntura para ejercer el liderazgo que los socialistas europeos necesitan y el mundo espera.