Creíamos que el Estado de Bienestar estaba consolidado y fuera de peligro después de la II Guerra Mundial. Grave error. Lentamente, ha ido configurándose una fuerza conservadora capaz de cuestionar lo que hace unos años no se atrevían: que el Estado de Bienestar debe ser asistencial y de mínimos, no universalizable, ni ser el esqueleto vital de la sociedad sino una prestación caritativa para los más desfavorecidos. La crisis ha sido la excusa perfecta para poner en marcha las reformas.
Resulta paradójico porque el pensamiento y gestión conservadora ha sido el causante de la burbuja inmobiliaria, la especulación financiera, el libre mercado sin controles, y el poco peso del Estado para fiscalizar. Cuando la crisis hizo mella en las estructuras bancarias y empresas multinacionales, se olvidaron de la libertad de mercado y la avaricia por el negocio para reclamar al “Papá Estado” que se hiciera cargo del desastre. Y vuelto a estabilizar el sistema económico, la codicia sigue corrompiendo las estructuras sociales.
La reforma del gobierno británico de David Cameron supone mucho más que una serie de recortes en las ayudas y prestaciones sociales. Esta reforma es un ataque al Estado de Bienestar, con dos argumentos falaces: los derechos no son gratis y lo público no es eficiente. Nunca los derechos han sido gratis; cuestan mucho de conquistar, aplicar, compartir y sufragar, pero resulta imposible de llevarlos adelante sin convicción de su valía universal y sin un sistema impositivo justo y distributivo que lo haga viable. Al grito de “¡abajo los impuestos!”, la derecha, siempre y de donde sea, despierta egoísmos individuales pensando que es mejor tener el dinero debajo del ladrillo que contribuir a un sistema público de cobertura social. Tampoco resulta verdad que lo público es igual a ineficiente, aunque su desprestigio y devaluación ayuda a encontrar en la privatización de los servicios el negocio camuflado más beneficioso para unos pocos.
El Estado de bienestar británico va a verse reducido en más de 19.000 millones de libras al año (21.600 millones de euros). Medio millón de funcionarios pierden su empleo. Conseguir una vivienda social va a ser mucho más caro. Hombres y mujeres van a tener que trabajar hasta los 66 años antes de poder cobrar una pensión pública. Una de las medidas más controvertidas y polémicas: se reducirán en un 40% los fondos públicos destinados a la docencia y se permitirá a las universidades más caras duplicar y hasta triplicar el precio máximo de la matrícula. Buen caldo de cultivo para que las universidades privadas hagan su negocio. Y, en medio del revuelo y las protestas, otra vuelta de tuerca de Cameron: “nadie más vivirá a costa del desempleo”; una reducción drástica de las tasas de desempleo acompañado de la acusación de vagos y aprovechados a la clase trabajadora. ¿Acusó Cameron con la misma contundencia a los bancarios, empresarios, financieros y especuladores?
Como dice Adela Cortina, que la economía resulte incapaz, en nuestros días, de alimentar a todos los seres humanos es un fracaso sin precedentes y estrepitoso. Del que nadie, añadiría yo, parece tener ninguna responsabilidad. Porque, en momentos de crisis, se alienta el individualismo más egoísta preconizando su regla de oro “no inviertas en los demás más esfuerzos del que pueda proporcionarte un beneficio”.
Esto no va de broma. La víctima de la crisis actual es el Estado de Bienestar, aunque da la impresión de que para los conservadores, en lugar de víctima, es claramente culpable.
Un suspiro para recordar las palabras de Kant: “hasta un pueblo de demonios, sin sentido de la justicia, estaría interesado en construir un Estado de Derecho siempre que los demonios fueran racionales”. El problema es que nadie ha dicho si nuestros demonios son racionales e inteligentes.