La reiteración en la demanda de diálogo y de pactos, y el desprecio con que el Gobierno responde, produce una mala impresión. No sólo por lo que expresa de prepotencia por parte de la derecha sino por la imagen de cierta debilidad y hasta de falta de realismo en quienes desde la izquierda le demandan que concierte. Sencillamente porque no hay pacto posible, mínimamente digno, que no conlleve un cambio profundo en la política que el Gobierno viene aplicando. Y en la medida que esa política se justifica, esencialmente, en la exigencia de cumplir con unos límites económica y socialmente suicidas en términos de déficit publico, el único pacto que tendría sentido es plantarle cara a esa exigencia suicida y decirles a las Merkel y Sarkozy de este mundo que nuestro país no está en condiciones de asumir que el paro desborde todos los límites imaginables y que nuestro, todavía retrasado sistema público de protección social, se deteriore de forma acelerada.

Hay que plantarles cara a los nuevos dictadores de Europa. Y buscar aliados.

Ni se me escapa la dificultad extrema de tal pacto ni los problemas que a buen seguro tendría que hacer frente. Pero, o se pone pie en pared, o todo serán lamentos, resignación y miedo, sangría de derechos y fuerte retroceso del nivel de vida de la gran mayoría de los ciudadanos. Con el añadido de que tampoco se cumplirán los objetivos de déficit marcados.

Así las cosas, una vez que a la población le ha llegado el mensaje de esa voluntad de negociar y concertar, lo que procede es concretar, de la manera más sintética posible, cuales serían las medidas básicas, fiscales o de otro tipo, que deberían tomarse para incrementar los ingresos del Estado; qué medidas también concretas hay que aplicar para racionalizar el gasto público, potenciando su eficiencia sin recortar derechos; y, en fin, sobre qué ejes centrales debería girar otra política económica que decimos posible.

Y movilizarse de forma decidida en su difusión y defensa.

A lo mejor es la derecha la que termina pidiendo que haya pactos.