Cuesta reconocerlo, pero hay que contar las cosas como han sido. Buena parte del programa de Gobierno ejecutado en el último año ha venido dictado por los requerimientos de los mercados financieros internacionales. Y no quedaba más remedio que hacerlo así. La recuperación de la confianza y el crédito de los grandes operadores financieros se convirtió en una condición inexorable para la solvencia de la economía española y la oportunidad de su reactivación, además de una exigencia insoslayable por parte de nuestros socios europeos. “Austeridad y reformas urgentes” era la receta a aplicar si queríamos conjurar el “peligro griego” de manera definitiva. Pocos reproches pueden dirigirse al Gobierno a este respecto sin caer en la demagogia oportunista.
En este contexto de “emergencia” se han aplicado los ajustes del gasto público para acelerar la reducción del déficit al 3% en 2013; la reforma del sistema financiero, que ha asegurado la supervivencia de las Cajas de Ahorro por la vía de la concentración y la “bancarización”; la reforma del mercado laboral, que busca limitar la dualización y promover la contratación indefinida; y las propuestas que persiguen consolidar a largo plazo el vigente sistema de pensiones. El mérito de sacar adelante estas medidas difíciles sin una mayoría parlamentaria estable, sin la más mínima colaboración del principal partido de la oposición y con una contestación social tan previsible como dolorosa, no es un mérito menor.
Para complicar aún más el panorama, a la crisis económica se le ha sumado en el último tramo del curso la crisis institucional derivada de la sentencia del TC sobre el Estatuto de Cataluña. Tras cuatro años de espera, la sentencia resultó razonablemente sensata y equilibrada, pero el empeño de unos por blandir la bandera de la dignidad supuestamente ofendida de Cataluña, y el interés igualmente espurio de otros por aprovechar la ocasión para acusar una vez más a Zapatero de “rompepatrias”, ha desnaturalizado el debate y ha hecho de la asignatura catalana una asignatura pendiente para septiembre, una vez más.
Como sostiene el refranero castellano, el tiempo todo lo cura y, con seguridad, el transcurso del verano ayudará a situar en perspectiva todas aquellas crisis, urgencias y emergencias. Conviene, en consecuencia, trazar con suficiente previsión e inteligencia la hoja de ruta que interesa al país en el próximo curso, aunque solo sea para que no nos vuelvan a escribir la agenda desde los centros de especulación financiera o desde los no menos especulativos centros de estrategia electoral de la derecha.
Si la receta del curso que termina fue de “austeridad y reformas urgentes”, quizás la receta del nuevo curso debe ser la de “reactivación económica y reformas estructurales”. Porque cada vez son más los analistas económicos que aconsejan acompasar los drásticos objetivos europeos de reducción del déficit con la inyección prudente de ciertos estímulos a la demanda para anticipar la ansiada recuperación de la actividad económica y la generación de puestos de trabajo. Desde luego que España no cuenta con margen para liderar una estrategia propia en este sentido, pero sí puede propiciar este debate en las instituciones de la Unión.
Siguen pendientes en nuestro país algunas reformas que posiblemente importen poco a los tiburones financieros de la city londinense, pero que resultan cruciales para asegurar un futuro mejor para la economía y la sociedad españolas. La primera y más importante de esas reformas estructurales es la relativa al sistema educativo. Una educación de calidad y con igualdad de oportunidades es la mejor garantía para el desarrollo económico y el progreso social. Junto a esta reforma debe colocarse en la agenda la reforma del sistema productivo, y la apuesta por la innovación, el conocimiento, los nuevos sectores productivos asociados a las nuevas tecnologías, a las energías renovables, a la sostenibilidad ambiental…
Dos reformas importantes más: la fiscal y la que ha de consolidar nuestro sistema de bienestar social. Ambas dos muy relacionadas entre sí, porque no será posible aspirar a unos niveles de bienestar social equiparables a los países más desarrollados de Europa, si no procuramos un esfuerzo fiscal equiparable también al vigente en estas sociedades. La equiparación fiscal con Europa, en clave de suficiencia, de progresividad y de persecución del fraude, debería ser una meta identitaria para la izquierda española en el nuevo curso. Porque esta equiparación fiscal constituye la mejor garantía para cimentar un modelo de derechos sociales justo y potente, en la educación, en la sanidad, en las pensiones, en la atención a la dependencia, en la cobertura del desempleo, en el combate a las desigualdades, en la promoción de la igualdad de la mujer…
También habremos de afrontar la agenda de los cambios en la estructura del Estado. Y esperemos que la finalización de la campaña electoral catalana, sea cual sea el veredicto de los votantes, contribuya a aportar sensatez, equilibrio y compromiso con el interés general a todos los actores en el debate. ¿En qué consiste esa sensatez? Probablemente en prescindir de los extremos que buscan bien la secesión de una parte de España o bien la recentralización uniformadora del Estado. Y probablemente también en buscar el lugar de encuentro en la evolución racional del Estado de las Autonomías aplicado con éxito evidente a partir de la Constitución de 1978, respetando las identidades legítimas y enriquecedoras en cada territorio, perfeccionando el autogobierno en clave de eficiencia, y asegurando la aplicación de los principios de unidad, cohesión, solidaridad e igualdad de todos los españoles.
Mucha tarea para septiembre. Aprovechemos el verano para cargar la mochila con buenas intenciones y energías renovadas.