El origen y fundamento de las cajas de ahorros vienen definidos por su carácter social y la dedicación al territorio en que se desenvuelven. Ambas cosas han configurado un tipo de negocio minorista, muy apegado a las personas y familias y a las pequeñas empresas: los préstamos hipotecarios y los créditos al consumo, por una parte, y las suscripciones de renta fija para la industrialización y mejora de las comunicaciones, por otra, fueron largo tiempo el eje de las políticas de activo de estas entidades, para contribuir en los últimos cuarenta y cinco años al bienestar económico de sus clientes y regiones.
Para nadie es un secreto que la buena imagen de las cajas, y su crecimiento en cuota de mercado –representan el 50% de nuestro sistema crediticio- ha sido la consecuencia lógica de haber cumplido con su objeto social, sin poner en riesgo el ahorro popular que, pocas décadas atrás, casi administraban en exclusiva. Naturalmente ha habido accidentes en el camino, pero modestos en comparación con otras situaciones.
Esos modos de funcionamiento venían obligados por el intervencionismo que dominó el sector hasta finales de los años 70 del siglo pasado, y que ha dejado su impronta, a pesar del marco de liberalización de la época posterior. Como era previsible y hasta aconsejable, las cajas siguieron atendiendo a los sectores tradicionales de los años de los coeficientes obligatorios, porque era el negocio que conocían y porque era también su mayor garantía de crecimiento y rentabilidad con un nivel prudente de riesgo.
Los cambios posteriores en los órganos de gobierno de las cajas de ahorros, que suponen una importante presencia de representaciones públicas, léase políticas, en los mismos, y la atribución a las Comunidades Autónomas del protectorado que históricamente ejercía el Gobierno Central, han creado un marco muy tentador para los poderes regionales, que necesitan con bastante frecuencia el concurso de entidades financieras para atender a sectores o empresas, cuyo mantenimiento es difícil.
Si a la circunstancia anterior unimos el fenómeno de la liberalización operativa de que disponen las instituciones de ahorros nos encontramos con que algunos de sus administradores, poco profesionales, han impulsado políticas inversoras arriesgadas, poco compatibles con su naturaleza y objeto, dejándose llevar y acariciar por la gran burbuja de la economía española, fabricada desde nuestra incorporación a la UE.
Porque conviene recordar que las cajas no disponen de capital social y siguen siendo, en gran medida, administradoras del ahorro popular. Sin perjuicio de su libertad de actuación, el sector de cajas debería haber mantenido las cautelas tradicionales en la renta variable, los mercados de derivados y las actuaciones en el exterior, además de no haber estimulado artificiosamente el crecimiento de la inflación inmobiliaria, dada su presencia clave y tradicional en el sector. Y es esto último lo que ha puesto a las cajas ante un problema de dimensiones desconocidas en toda su trayectoria. Pero concluir, por ello, que son entidades condenadas a la desaparición y no merecedoras de confianza es, además de injusto, una forma poco seria de afrontar los dos problemas constatados, el financiero y el de órganos de gobierno.
En cuanto al problema financiero, que habrá de traducirse en la reconversión del sector para reducir significativamente el número de entidades, parece inexcusable que el Banco de España, con el concurso del Fondo de Garantía de Depósitos y del recién creado Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, utilice sus facultades y su independencia para acometer las tareas necesarias, sin estar al albur de los acuerdos o desacuerdos de los responsables políticos de ésta o aquella Comunidad Autónoma, que serán informadas en cada caso de las medidas adoptadas. De esta manera se imprimirían la energía y la unidad de dirección que requieren las circunstancias excepcionales que afectan a la estabilidad y permanencia del sistema crediticio. Porque no hay prácticamente ninguna caja que tenga el músculo financiero y la fortaleza suficiente para absorber o fusionarse con otra, y menos de su propia región. Las ayudas del Estado son, pues, obligadas.
El asunto de la politización de los órganos de gobierno, que se constituye en el epicentro de las críticas a las cajas, debería tratarse en paralelo con la reestructuración financiera de las mismas, reduciendo la presencia pública en aquellos y dando carta de naturaleza al ingreso en dichos órganos de los titulares de cuotas participativas, para equilibrar una situación que, a todas luces, ha aportado escaso valor añadido al buen gobierno de las entidades de ahorros. Se mantendría así la presencia pública, que no es mala per se, restituyendo además el Protectorado al Ministerio de Economía y Hacienda y abrogando el modelo actual de parcelación del mismo en las diferentes Comunidades Autónomas. El nudo gordiano de las limitaciones competenciales no puede mantenerse por más tiempo sin causar, probablemente de forma irreversible, daños irreparables al sector del ahorro.
A todos nos conviene que las cajas de ahorros, que representan la mitad de nuestro sistema crediticio, superen con fortuna la profunda crisis que se ha abatido sobre España. Son instituciones de crédito merecedoras de consideración en su conjunto y se echa en falta una defensa clara de las mismas por parte de aquellos más obligados a hacerla: las organizaciones colegiadas del sector y las autoridades que ejercen el Protectorado.