La abstención suele ser considerada como uno de los indicadores de calidad de una democracia. Por ello, en algunos países se fijan determinados niveles de participación para considerar válidos los resultados, por ejemplo, de los referendums.
El hecho de que en Andalucía sólo haya votado uno de cada tres ciudadanos es un síntoma de que algo no se está haciendo, u orientando, bien. Cuando la abstención llega al 64% empiezan a encenderse las señales de alarma sobre la distancia que se está abriendo entre los responsables políticos y los ciudadanos.
En el fiasco del referéndum sobre el Estatuto Andaluz han influido muchos factores que, quizás, nunca puedan llegar a ser conocidos con total precisión. ¿Qué han hecho los jóvenes? ¿Cómo han votado los trabajadores? ¿Qué grado de inhibición se ha producido entre los votantes del PSOE? ¿Y entre los del PP?
Más allá de la precisión que puedan proporcionar algunos datos sociológicos, lo cierto es que a la mayoría de los electores andaluces no les ha interesado el debate estatutario. A los conservadores, por las dudas que se están suscitando sobre el propio futuro del Estado español, a los progresistas, porque les gustaría que sus representantes dedicaran sus mejores esfuerzos a atender la agenda que ellos consideran más importante y prioritaria en estos momentos, tal como vienen mostrando machaconamente todas las Encuestas: el paro, la calidad del empleo, la violencia y la inseguridad ciudadana (cada vez más), el buen funcionamiento de los servicios (educación, sanidad, prestaciones, etc.), la inmigración, etc.
En realidad el debate estatutario no es una prioridad para la gran mayoría de los andaluces. Ni siquiera aparece en las encuestas. Y menos aún entre los ciudadanos de izquierdas. ¿Por qué, entonces, tanta priorización y tan destacada focalización mediática? ¿Se habrá entendido esta vez la voz de las urnas? ¿Se continuarán produciendo documentos y gestando estrategias en esta dirección? ¿Con qué resultados?
Los peores problemas políticos –como las peores enfermedades– son los que no se diagnostican a tiempo. Y los peores de todos, los que no se quieren diagnosticar.