Para algunos podrá ser una anécdota, más o menos cómica, que en la convocatoria del 25 de abril hubiera más policías antidisturbios que manifestantes. Pero el verdadero problema fue el clímax de alarma e intimidación que se desplegó ante una gran cantidad de ciudadanos pacíficos y tranquilos que nada tenían que ver con la manifestación.

La cosa empezó con una campaña de alarmismo desmesurado –que luego los hechos refutaron por completo- y con unas detenciones “preventivas” -¡como en los viejos tiempos!-, tanto en algunas Facultades de la Universidad Complutense, como en domicilios particulares.

Las detenciones domiciliarias se movieron en el terreno del despropósito. Algunas televisiones rozaron el ridículo ofreciendo informaciones e imágenes de estas detenciones en las que se mostraban tan peligrosas herramientas “terroristas” como dos o tres verdugos oscuros, un palo de escoba y una piedra redondeada -¡una piedra!- algo más grande que un puño, que una mano anónima hacía girar a derecha e izquierda, mientras que un locutor explicaba la idoneidad para romper cristales de dicho utensilio. Utensilio que a mí más bien me recordaba las piedras de cocina que tenían mi madre y mi abuela. Vamos ¡que ni Tip y Coll lo hubieran hecho de manera más ridícula!

Lo que se trataba con dichos abordajes previos era generar un clima de temor en la población.

La convocatoria, al final, tuvo muy poco eco, demostrando lo inadecuado de los planteamientos de los convocantes, que al final, intentaron dar marcha atrás a través de las redes.

Pero la policía, sin atender al número real de los que acudieron a manifestarse, puso en marcha todas las órdenes que habían recibido del gobierno. Coches policiales corriendo a toda velocidad con las sirenas encendidas, vallas metálicas y cortes a la libre circulación en un perímetro muy extenso del centro de Madrid, tiros con fusiles de pelotas de goma a pequeñísimos grupos de manifestantes que huían mezclados entre los ciudadanos que estábamos en el centro de Madrid… También varios miembros del Consejo de Redacción de TEMAS, que nos solemos reunir en el Círculo de Bellas Artes de Madrid -a buena distancia del lugar de la convocatoria de las protestas-, fueron intimidados y en algunos casos tratados de manera impropia. Desde bastante tiempo antes de la convocatoria, la calle que daba acceso al Círculo estaba cortada por vallas metálicas y fornidos antidisturbios que no atendían nuestras explicaciones de que acudíamos a una reunión pacífica. En algunos casos, su reacción no fue la propia de la policía de un país democrático. Pero la culpa no era de ellos. Era evidente que habían sido manipulados y adoctrinados previamente sobre los peligros de una “noche salvaje” de protestas violentas. En cualquier caso, no creo que, ni por aspecto, ni por edad, la mayor parte de los miembros del Consejo de Redacción de TEMAS respondiéramos al perfil del “manifestante violento” sobre el que habían sido advertidos.

Al final, algunos logramos colarnos a hurtadillas en el Círculo por la puerta lateral de la cafetería y realizar una reunión bastante mermada del Consejo de TEMAS, en la que debatimos algo tan subversivo como el editorial sobre “la lucha contra la corrupción” que se publicará en el número de la revista que aparecerá a finales de mayo.

El clima de intimidación y desmesura que algunos podemos denunciar no es que nos lo hayan contado. Es que lo vimos con nuestros propios ojos. La intención del gobierno era clara. Se pretendía que la noticia del día no fueran los seis millones doscientos mil parados, sino las algaradas callejeras. Incluso los medios de comunicación internacionales habían sido alertados para que permanecieran atentos a esta situación. Me cuentan que hasta se llegó a hablar de posibles muertos. ¿Cómo es posible tamaña irresponsabilidad?

En el fondo, los intentos de criminalización de las protestas y los actos de intimidación, pretenden forzar una radicalización de los movimientos ciudadanos críticos –incluso con infiltración de agentes provocadores- que conduzca a un amedrentamiento de algunos sectores de las clases medias, que ahora están abandonado al PP.

Por eso los sectores públicos a los que se intenta implicar en esta política tan irresponsable deben ser conscientes de que están siendo instrumentalizadas al servicio de una agenda política muy específica.

En el mundo judicial son ya muchas las voces que, desde los niveles más altos, están denunciando los intentos de criminalizar a priori a quienes ejercen derechos ciudadanos incuestionables en un Estado de Derecho. Los sindicatos policiales también están preocupados por lo que está ocurriendo. El gobierno pretende que los policías deformen, o incluso falsifiquen, los atestados, definiendo a priori como delitos lo que solo pueden ser manifestaciones pacíficas de discrepancia. Con esta estrategia la imagen general de la policía puede acabar erosionándose de una manera grave para la confianza ciudadana y el buen ejercicio de su trabajo. Si los policías se ven obligados a practicar la intimidación indiscriminada –o incluso la infiltración provocadora- esto significa no solo que pueden ser arrastrados a cometer delitos tipificados, sino que se estará quebrando la imagen de una policía que ayuda a proteger al ciudadano y que, por lo tanto, inspira confianza y seguridad, siendo sustituida por un patrón de “matonismo” al servicio de los intereses políticos de un partido político concreto que ha perdido el norte, y que corre el peligro de perder el sentido de la mesura y la proporcionalidad, mientras la situación política y económica de España se deteriora a marchas forzadas, ante los ojos de una opinión pública mundial en la que se acumulan las noticias y las imágenes negativas.

Y Rajoy, oculto y como amedrentado, sin atreverse a dar la cara, temeroso de lo próximo que pueda contar su extesorero, aplicando recortes sobre recortes y sometiendo a pesadumbres sobre pesadumbres a los españoles, que no salimos de nuestro asombro cuando escuchamos sus lamentos y sus disparatadas explicaciones de que él no quiere causarnos tantos quebrantos. Escondido y fracasado, en su afán por encerrarse en su cáscara de caracol, el único paso que le queda por dar es bajarse al famoso bunker de la Moncloa, cortar todos los incómodos lazos con el mundo exterior y fumarse tranquilo un buen puro, bien resguardado detrás de las gruesas puertas blindadas del bunker.

¿Cómo va a reaccionar la opinión pública española ante tanta desmesura irresponsable?