Ello ha sido posible gracias a una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos dictada el pasado 21 de enero. Por su trascendencia, esta resolución judicial implicó uno de los mayores cambios experimentados en la vida política norteamericana de los últimos cincuenta años. La sentencia eliminó cualquier límite a la financiación por parte de empresas privadas a las campañas políticas.

El Alto Tribunal entendió que esa limitación supone una violación de la primera enmienda a la Constitución, que garantiza la libertad de expresión, y que debe aplicarse por igual a ciudadanos, asociaciones y grupos empresariales. El tribunal no eliminó la restricción sobre las cantidades que una corporación empresarial puede entregar directamente a la campaña de un candidato, pero a partir de ahora, las empresas pueden gastar una cantidad ilimitada a favor o en contra de cualquier candidato o partido. El Tribunal Supremo contradijo con esta sentencia dos decisiones suyas anteriores. La decisión fue adoptada por una mayoría de cinco votos frente a cuatro. Es el cambio constitucional más importante de las reglas de juego de la democracia americana en muchas décadas.

La mayoría de los republicanos que cuentan con un fuerte y fiel respaldo de los gigantes empresariales recibió la sentencia como un importante triunfo. Su líder en la Cámara de Representantes la calificó como “una victoria de los principios constitucionales”. Los demócratas, por el contrario, la acogieron con fuertes críticas a pesar de que en la última elección presidencial Obama recibió una sustanciosa financiación empresarial. Los magistrados del Tribunal Supremo discrepantes del fallo alertaron expresamente del riesgo que se corre de favorecer la corrupción política.

El concepto mismo de democracia sufrió con esta sentencia un golpe formidable. Y ello por la sencilla razón de que sin una efectiva y real separación de poderes, no se puede hablar de democracia. En el Estado Constitucional de nuestro tiempo, la articulación de un sistema en el que “el poder frene al poder” no puede ya establecerse sobre la distinción entre Legislativo, Ejecutivo y Judicial, en la medida en que todos ellos conforman un único poder, sino que habrá de materializarse en la confrontación entre poder político, poder económico y poder comunicativo o mediático. Confrontación que, a la postre, a lo que acaba reduciéndose es a la dialéctica entre poder público y poder privado.

Y, en este contexto, y desde esta perspectiva, resulta difícilmente discutible que, enfrentados a la dialéctica poderes públicos-poderes privados, la decisión del Tribunal Supremo norteamericano del pasado 21 de enero sólo puede contribuir a la concentración del poder en la medida en que los poderes económicos acaben controlando todo el devenir político. Nos encontramos ante una gran victoria de las compañías petrolíferas, los bancos de Wall Street, las empresas aseguradoras y otras muchas corporaciones cuyo poder e influencia no dejan de crecer.

No deja de ser significativo que el mismo día en que se notificó la sentencia que comentamos se hizo pública una encuesta entre ejecutivos norteamericanos según la cual el 77 por ciento de ellos consideraba que Obama no es suficientemente partidario del sistema capitalista.

El dilema sobre quién manda realmente en el ámbito económico, si los representantes de los ciudadanos o los dirigentes empresariales fue planteado ya por Max Weber. Hoy, el futuro de la democracia constitucional, en EEUU como en Europa, depende en buena medida de cómo se resuelva.

El resultado de las últimas elecciones legislativas celebradas en Estados Unidos es en cierta medida la consecuencia lógica de la sentencia que comentamos. Cierto es que la gestión de Obama ha tenido sus luces y sus sombras y que el voto del miedo ha desempeñado un papel importante, pero el poder económico directamente o a través de sus filiales mediáticas (Fox) ha ejercido una influencia determinante.