¿Qué tienen que hacer los ciudadanos en una democracia avanzada ante este tipo de dopaje? ¿Y los gobernantes? ¿Qué tiene que ocurrir cuando no se ha evitado y además se descubre? ¿Qué tienen que hacer los dopados? ¿Cómo se debe proteger la sociedad?

El dopaje electoral, como el que se realiza en el ámbito del deporte, es una lacra que hay que combatir sin cuartel y sin piedad, afecte a quien afecte. Esto significa rendir cuentas ante la sociedad por parte de quien lo practica, y asumir las responsabilidades y sanciones que estas fechorías suponen. No vale la mentira, la disculpa, mirar hacia otro lado o cubrirse con la bandera con la intención de fomentar un falso patriotismo exculpatorio.

Pero también supone contar con la legislación necesaria para dotar a las sociedades democráticas de los instrumentos y de los medios precisos que les permitan combatir estas trampas de la manera más eficaz y lo más rápida posible. Porque, de este combate y su eficacia, depende en gran medida la supervivencia de unas democracias donde los Gobiernos cada vez están más al servicio o bajo la presión de unas élites económicas cada día más poderosas.

En el deporte se ha llegado a la conclusión, después de muchos escándalos, que hay que proteger la salud del deportista, el juego limpio y la dimensión ética. En la política también y con más motivo, porque estamos hablando de la libertad, la igualdad y la felicidad. Estamos hablando de Gobiernos al servicio del interés general de los ciudadanos, o Gobiernos tramposos al servicio del poder.

El dopaje electoral que ha realizado, durante más de veinte años, el Partido Popular en España, según su extesorero en ese tiempo, hace indispensable una explicación del Presidente del Gobierno en la sede de la soberanía popular, es decir, en el Congreso de los Diputados, porque afecta directamente y de manera estructural al partido en el Gobierno, es decir, al Partido Popular. Lo cual ya es grave. Pero, también porque el Presidente del Gobierno se ve directamente afectado en esas prácticas, denunciadas por el querido, hasta hace poco, y hoy innombrable extesorero.

Y las explicaciones no pueden ser eslóganes de telediario o “cortes” de radio. Tiene que hacer un ejercicio de transparencia que anteponga la democracia a su propio interés. Esto significa que también hay que denunciar y perseguir a los que suministraban las sustancias dopantes. Es decir, a las empresas y empresarios que para obtener favores, privilegios y prebendas han pasado por caja durante décadas. El foco también tiene que estar dirigido hacia ellos si pretendemos combatir la corrupción con eficacia.

Si queremos salvar la democracia, el dopaje electoral tiene que ser perseguido penalmente con dureza para que el dopado y el suministrador de la sustancia, en forma de sobres o billetes de 500 euros, pasen una larga temporada en la cárcel. Pero también, tiene que tener un rechazo ético, que inhabilite política, social y empresarialmente a quienes han sido y son protagonistas de los mismos. A unos para la vida pública, a otros para poder dedicarse a una actividad empresarial con ventaja.

Rajoy, gran aficionado al deporte, debería saber que no puede esconderse y que los tramposos tarde o temprano caen, aunque hayan pasado veinte años del dopaje electoral. Si no, que se lo pregunten a Ben Johnson en Seúl, a Lance Armstrong con los Tour o al dimitido Presidente alemán Christian Wulff.