No quiero aquí debatir de si tuvieron o no razón los diputados socialistas rebeldes, en el fondo o en la forma. Sólo quiero comparar este acontecimiento con otro que pasó hace unos meses en nuestras Cortes.

El PSOE planteó entonces en las Cortés una votación secreta sobre la Ley Gallardón del aborto. Es conocido de todos que el PP tiene una holgada mayoría absoluta en nuestro Parlamento. También se habían oído voces discrepantes entre algunas diputadas de esta mayoría. El voto secreto permitía que se expresasen. Aunque unos diputados y diputadas del PP se hubieran manifestado en contra, no corría peligro la Ley de nuestro Ministro de Justicia. Las dos condiciones para dar oportunidad de libertad al voto en el PP, la holgada mayoría y el voto secreto, no consiguieron resquebrajar en lo más mínimo el voto masivo, de disciplina militar, de la mayoría del PP. Para ser ecuánimes, pienso que si se hubiera dado un caso análogo con una mayoría socialista, el resultado habría sido el mismo.

¿Por qué estas diferencias de comportamiento? entre dos Parlamentos creados en base a un mismo principio común: la representación del pueblo soberano. Sencillamente por dos razones, según mi modesta opinión.

La primera es porque en nuestro país la cultura política es frágil y los Partidos de gobierno temen que las discrepancias, lógicas en una sociedad libre, se transformen exageradamente en crispamientos, separaciones, hostilidades. Basta con ver lo ocurrido recientemente a Pere Navarro para ilustrarlo. La frase, de falsa autoría señalada, “el que se mueva no sale en la foto”, está motivada por el miedo, más bien el pánico, que en nuestras formaciones políticas suele producir la expresión de una discrepancia. Y desde luego los medios de comunicación, que están al acecho de esta, se preocupan sobre todo de señalar más la vulneración de la obligada disciplina que el contenido de aquella.

La segunda, y es, creo yo, la más importante es la designación de los candidatos a Diputado. En Francia, con un sistema de elección por circunscripción electoral unínominal, el candidato a diputado socialista es elegido en primarias por los afiliados del Partido. Pero si consigue el escaño, tiene que rendir cuentas, con nombre y apellido, ante sus electores. Esto le obliga a tener una actividad parlamentaria personal, tratando, a diario, de armonizar su apoyo a la política de su Gobierno con su responsabilidad personal ante sus electores. Los fines de semana tienen que afrontar la opinión de sus agrupaciones, barrios o pueblos, y, en tanto que reales representantes del pueblo, transmitirlos cuando vuelven a Paris. Después del varapalo de las últimas elecciones municipales se entiende la rebelión.

En nuestro país, bien lo sabemos, los candidatos a diputados, anónimos en una lista cerrada y bloqueada, dependen de los aparatos de Dirección. ¿Cuántos diputados se expresan como tales en los medios de comunicación? ¿Cuántos se atreven a formular una apreciación discrepante de la política de su Partido? ¿Cuántos tienen que responsabilizarse, personalmente, ante sus electores de sus decisiones en las Cortes? ¡Ninguno, porque sus electores empiezan por no saber quién es!

No digo que el sistema parlamentario francés sea la panacea de la Democracia. Pero creo que lo que acaba de ocurrir en él sirve para ilustrar una crítica el nuestro.