¡Que levante la mano el europeo que no haya visitado Egipto! La cuna del arte y el turismo, las pirámides, los niños que revolotean alrededor, el caos circulatorio de El Cairo, la extrema pobreza, y nuestras miradas entre condescendientes y asombradas por un paisaje tan brutalmente diferente entre el pasado y el presente. Lo que no hemos percibido es que Egipto no podía tener futuro en ese camino: anclado en la grandeza de otra civilización pasada y prisionera de ser un lugar estratégico para las poderosas potencias mundiales.

Si algo hace falta a los líderes europeos en estos momentos es un gran baño de humildad. Me resulta preocupante la sordera y la ceguera que hemos estado sufriendo. No ha existido economista ni institución europea que alertara de la grave crisis económica que nos ha caído encima; como tampoco hay quien se atreva a predecir cuán largo será el camino y cuántos jirones nos dejaremos buscando, como ciegos, la solución.

Pero no ha habido ninguna voz que advirtiera que la crisis producía, algo más que un desasosiego en los países colaterales, en aquéllos que hemos acostumbrado a situarlos en un segundo o tercer escalón. ¿Dónde están los embajadores que palpan la realidad social de los países en los que viven? ¿Dónde han informado los medios de comunicación del malestar y las posibles revueltas? ¿Dónde los espías que informan detalladamente de lo que come, dice o cotillea cualquier personaje político? ¿qué análisis han hecho los economistas de las consecuencias sobre estos pueblos? ¿Y los políticos europeos o norteamericanos?

De repente, una mañana desayunamos con una revuelta en Túnez. Y en menos de quince días estamos ante una de las revoluciones populares más impactantes que probablemente vivamos en este siglo. Revoluciones que se contagian como una ola entre países que suponíamos analfabetos, sometidos, resignados, felices en su miseria, e imposibles de despertar.

No les ha hecho falta que Europa les cantara más nanas para seguir durmiendo. El despertador lleva en marcha latiendo muchos años, como una bomba de relojería a punto de estallar.

Dicen que es una revolución producto de las redes sociales; cuando la mayoría de ellos no disponen de ordenadores ni tecnología en sus casas (en Europa no la vimos venir porque aquí las redes sociales sólo nos sirven para piratear cultura y tener miles de amigos desconocidos). Ciertamente, ha sido el cortocircuito que ha prendido la mecha. Pero la mecha era mucho más larga: el desempleo, el hambre, malos servicios públicos sanitarios y educativos, la falta de esperanza, el odio al sometimiento, gobiernos corruptos, …

Los gobiernos, tanto de Túnez como de Egipto, han estado ahí porque el “bienestar” internacional lo requería, por encima incluso del bienestar de sus pueblos. ¿Qué va a decir ahora Europa? ¿Mantendrá el silencio?

Mubarak es un dictador que se resiste a irse, que emplea la mano dura contra sus conciudadanos, que intenta acallar las protestas de libertad y de democracia. ¡Democracia, democracia, democracia! Europa no puede andar con silencios ni titubeos. Y será peor si intenta resistirse a lo que ya es inevitable. ¡Claro que hay riesgos!: los que provienen del revoloteo del fundamentalismo que espera ganar en las urnas para luego imponer nuevamente la mano dura. Y también hay esperanzas: las que vienen de ciudadanos masivos que están en la calle día y noche sin más violencia que sus gritos pidiendo paz.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa no había estado tan ausente, tan sorda a los gritos populares, tan ciega ante la miseria que se extendía en un mundo cada vez más dividido en naciones ricas y pobres, ni tan muda exigiendo libertad y democracia.