Entre otras razones, la situación anterior se sustentaba en elementos tan importantes como la complejidad de una transición democrática difícil y delicada desde una dictadura, que tenía unos orígenes de sangre y destrucción que nadie quería que volvieran a repetirse, o la fortaleza y brillantez de un liderazgo prestigiado, o la pertinencia del proyecto-relato potente y creíble que el PSOE defendía y representaba en la sociedad española. Y todo ello en un contexto de crecimiento económico y de mejora de los niveles de prosperidad de la sociedad española.
Pero ninguno de esos elementos están presentes actualmente, mientras que en la sociedad española se hacen notar sentimientos de preocupación, inseguridad y temor ante el futuro. Por eso, las inercias propias de etapas anteriores han empezado a ser cuestionadas en una forma que evidencia que en el futuro casi nada va a ser igual que en el pasado. Y ni los votantes ni los afiliados del PSOE van a aceptar de la misma manera lo que se les dice o se les propone. Sino que será necesario ganar su confianza, con razones y otros planteamientos diferentes a las meras llamadas a la disciplina y la cohesión.
Si se me permite utilizar una cierta metáfora, el PSOE ha sido durante un largo ciclo político algo así como un gran autobús que circulaba bastante repleto de pasajeros, que avanzaba a buen ritmo hacia una dirección que se consideraba adecuada y deseada y a cuyo volante estaba un conductor experto que sabía hacia dónde se iba y que se aplicaba con eficacia y resolución a su tarea.
Cuando el conductor acabó agotado –o “quemado”, como se dice en el argot político–, los que iban en la parte delantera del autobús aceptaron sin rechistar al nuevo chófer, que dejó en su lugar el que se iba. Y cuando éste empezó a derrapar un poco, los de delante apenas tuvieron problemas para decidir quién le sustituía. Incluso durante un cierto tiempo se generó la impresión de que el nuevo conductor también conocía el camino y tenía clara una ruta que se debía seguir, aunque las circunstancias externas empezaban a ser bastante preocupantes e inciertas.
Poco a poco, los bandazos, las paradas inapropiadas, e incluso las vueltas y revueltas hacia atrás, empezaron a despertar inquietud entre los pasajeros, mientras que los que iban en la parte delantera, y que de alguna manera dependían de su propio papel en el autobús (como vendedores de billetes, revisores, ayudantes del conductor, etc.), hacían lo que podían para que no cundiera la preocupación. Pero en este tiempo, el autobús empezó a ser un autobús bastante abierto, del que se podía salir con toda facilidad, desapareciendo el “encantamiento” anterior que mantenía a los pasajeros bastante juntos y cohesionados.
Cuando en las últimas paradas empezaron a apearse más y más pasajeros, los de la parte delantera empezaron a inquietarse y a darse cuenta de que todo ya no dependía de quién conducía. Así que empezaron a debatir entre ellos quién era el conductor más apropiado para conducir el vehículo durante las próximas etapas. Y, de un día para otro, acordaron que eso lo decidirían ellos por votación, mientras prometían a los pasajeros que venían detrás –entre los que cada vez se apuntaban más amagos de bajarse en las próximas paradas– que su opinión también sería tenida en cuenta para futuros y eventuales cambios de conductor. Con lo que imaginaban que podrían ganarse nuevamente su confianza y tranquilizarles, mientras se les ocurría lo que podría hacerse en el futuro.
Así que, en tanto que esbozaban genéricas promesas participativas y nuevos discursos poco específicos –sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a los pasajeros que se removían inquietos en sus asientos–, se dispusieron a pasar los siguientes días debatiendo quién era el mejor conductor posible, sin darse apenas cuenta de que las puertas del autobús estaban abiertas de par en par. Cada vez más abiertas.
Mientras esto sucedía, en la parte trasera, la inseguridad e inquietud aumentaba, al tiempo que algunos pasajeros empezaban a sufrir problemas y carencias, como consecuencia de tan largo viaje y lo azaroso de la situación general. Incluso, algunos comenzaban a preguntar hacia dónde se iba, y con qué propósitos, alegando que lo importante y prioritario para ellos era conocer dónde se quería ir, para qué y cómo. Bien pronto, algunos empezaron a alegar que ellos también querían ser consultados y tomar parte de las decisiones, ya que se trataba de su propio viaje.
Pero como quiera que los de adelante continuaban enfrascados en movilizar apoyos y en evaluar quién era el mejor conductor o conductora, mientras el autobús empezaba a dar tumbos a medida que se adentraba por caminos más inciertos, poco señalizados y polvorientos, en las filas de atrás empezaron a darse nuevos signos de inquietud y a producirse ese tipo de movimientos, como de recoger y prepararse, que suele adivinarse en los transportes cuando los pasajeros piensan en bajarse en la siguiente parada.
Esperemos que en la vida real, más allá de metáforas más o menos simples y oportunas, empiece a abordarse con seriedad y claridad el asunto central del destino. ¿A dónde se quiere ir? ¿Con quién? Y ¿cómo? Seguro que si esto se tiene claro, no será difícil encontrar conductores preparados y resueltos para avanzar en el buen camino. Y capaces de recuperar la confianza de los pasajeros-compañeros de trayecto. Siempre, claro está, que se entienda que en estos nuevos tiempos la participación democrática tiene que entenderse de otra manera, con otras garantías y posibilidades, y que se acabó el tiempo de decir “amén” a todo.