Dentro del gran abanico de las miserias humanas, Molière creó para el teatro un amplio grupo de arquetipos. Desde el enfermo imaginario Argán, a Sganarelle, falso médico, y al Monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre y el Tartufo. Pero de entre todos, destaca el avaro Harpagón, a la vez familiar y simbólico, pero jamás desconocido. La avaricia es una forma exasperante y perfecta del egoísmo, que convive con el desconocimiento absoluto de la inexorable muerte.

Esta comedia, analiza un defecto humano común y peligroso: la avaricia, encarnada en Harpagón. Maravillosamente, en esta versión, interpretado por Juan Luis Galiardo, con inteligencia y oficio. Nos ofrece un avaro potente, cínico y muy divertido. La pasión por atesorar dinero es intemporal y por eso Lavelli, el director, la presenta en una época imprecisa. Este avaro del siglo XVII sólo difiere de los actuales en las formas. Sólo vive por y para el dinero. Todo lo demás, familia, amor, amistad, es secundario al beneficio que pueda obtener. El público reconoce a este personaje en su presente más rabioso. Sobre todo con la disparatada vuelta de tuerca final, la escena en la que todo se resuelve satisfactoriamente y todos se quedan satisfechos.

Es una propuesta que atrapa, directa y sencilla. En la que destaca de forma certera los diálogos divertidos, el embrollo de amores y compromisos que llegan claramente al público. Es eficaz el mecanismo escénico de Sánchez Cuerda, una especie de mecano que se despliega y se recoge constantemente, proporcionando unos juegos de espejos muy sugerentes.

La puesta en escena, su música y la magnífica interpretación de sus personajes dan vida y credibilidad a una historia de una familia en sus anhelos, sufrimientos y pasiones que mantiene su total vigencia con el paso del tiempo.