Mientras la derecha europea sigue pregonando la necesidad de ponen en marcha las llamadas reformas estructurales, casi siempre de efecto deflacionario, el consejo ejecutivo del BCE acordó en su reunión del 22 de enero de 2015 la activación de un programa de compra de bonos públicos por valor de un 1 billón de euros, para reactivar la economía y generar una tasa de inflación positiva.

Activar este programa de compra de deuda pública de los Estados miembros de la Eurozona tiene muchos aspectos positivos.

En primer, lugar su cuantía, que es significativa, aunque se queda corta de los dos billones que serían necesarios si atendemos a la experiencia de la Reserva Federal de los Estados Unidos y del Banco de Inglaterra.

En segundo lugar, este programa contribuye a depreciar el euro y acercar su paridad con la del dólar estadounidense. Esto favorece las exportaciones de la Eurozona, y no perjudica tanto las importaciones energéticas debido a la fenomenal caída del precio del petróleo.

En tercer lugar, con esta medida se estabilizan todavía más los mercados de la deuda pública europea, lo que hace caer los tipos de interés que deben pagar los gobiernos por financiarse cuando hacen emisiones de bonos del Estado.

Todo esto se ha logrado a pesar de la ya secular oposición del Banco Central alemán a lo que considera una utilización fiscal de la política monetaria, con la que financiar a los gobiernos que no implementan los dolorosos pero necesarios, ajustes estructurales en pensiones y mercados de trabajo. Esta idea es equivocada, pues aunque el BCE compre bonos, los gobiernos no por eso dejan amortizarlos (aunque los intereses normalmente se reintegran ya que los propietarios de los bancos centrales son los propios gobiernos). Pero no hay una condonación de la deuda y una financiación monetaria del gasto público.

En cualquier caso, lo que sí ha logrado el ala dura del BCE es que la compra de bonos públicos de cada Estado miembro de la Eurozona, salvo una pequeña proporción, la realicen los bancos centrales nacionales respectivos, a través por supuesto de las emisiones de dinero que les permite realizar el mismo ente. De esta manera, en el improbable caso de un impago de la deuda pública, en teoría las pérdidas figurarían en el balance del banco central del país en cuestión y no en el del BCE. Digo en teoría porque los accionistas del BCE son los 19 bancos centrales nacionales, por lo que un impago a un banco central nacional tendría una repercusión indirecta sobre la institución común. Por otro lado, si hay una entidad que puede asumir pérdidas por definición es un banco central, ya que tiene la potestad de imprimir dinero. Esto puede no funcionar en un escenario económico diferente, en la que el aumento de la base monetaria puede conducir a la hiperinflación. Ciertamente, éste no es el caso de la Eurozona, donde en diciembre de 2014 los precios no solo no crecieron sino que cayeron.

Aunque a efectos prácticos, que los títulos de deuda pública los compre directamente el BCE o los 19 bancos centrales nacionales que componen su accionariado no presenta grandes problemas, políticamente se manda un mensaje de falta de confianza entre los socios del euro, además de poner en solfa la esencia de la unión monetaria, que se basa sobre la actuación del ente emisor común.

Una alternativa a explorar es que cuando el BCE realice directamente compras de títulos de deuda pública en los mercados secundarios, los intereses recibidos por la amortización de los mismos reviertan al presupuesto de la Unión Europea. De este modo se beneficia al conjunto de la Unión, eliminando de paso cualquier apariencia de financiación monetaria de los gobiernos nacionales.

Por último, el BCE ha optado por mantener el tipo de interés oficial del dinero en el 0,05 por ciento, cuando en realidad cuenta con margen para seguir rebajándolo, por lo menos hasta el 0,025 por ciento.