Una de ellas es maestra, interina desde hace casi 20 años. Su marido está en el paro desde hace tres años. Él es ingeniero, trabajaba en empresas de obras públicas. Ahora, las obras públicas están paralizadas, y las empresas llenas de deudas de las Administraciones morosas. De vez en cuando hace algún trabajito de asesoramiento o de lo que encuentra, pero tarda meses en cobrar. Lo que resulta agravante en la situación familiar, además de humillante. A ella le han rebajado el salario, le han quitado las pagas, le han aumentado los niños en la clase, le han reducido los medios, y está permanentemente en conflicto; discute con la Administración, con los padres, y tiene la impresión de que su trabajo está infravalorado socialmente. Parece que a los responsables políticos no les importa si hace bien o no su trabajo, si se esfuerza con actividades extraescolares como las excursiones, o si sufre una situación de estrés porque faltan medios en el colegio para atender a los niños/as. Ni siquiera tiene la seguridad de disponer de un trabajo.

Tienen dos hijos. Uno trabaja en Inglaterra, ha encontrado novia, y no tiene intención de volver. También es ingeniero. Aquí no había trabajo, y allí sí trabaja en lo que quiere. Pero no todo es oro en el extranjero. Los países que reclaman nuestra mano de obra se dan cuenta que son jóvenes preparados y ¡desesperados! por trabajar, así que, ¿por qué no aprovecharse de esa necesidad? El otro hijo no encuentra trabajo. No tiene estudios. Y busca de todo. Pero no encuentra nada.

Lo que mi amiga tiene claro es que aquí no hay futuro. Duda que su marido con 50 años vuelva a trabajar en este país en unas condiciones adecuadas, piensa que su hijo sin estudios está condenado a trabajos mal pagados y a ser explotado, y le duele pensar que a su otro hijo lo ha perdido: ya no volverá a España.

Mi otra amiga tiene tres hijos. Su marido es arquitecto, se subió a la noria de la burbuja inmobiliaria y luego cayó en picado. Ella no trabaja desde hace años, y ahora busca empleo de forma desesperada, pero no encuentra porque nadie contrata a una mujer de 50 años. Su marido recoge chufas en un campo y hace trabajos de reformas para amigos y familiares. Sus tres hijos están estudiando, la más pequeña aún está en primaria. El marido de mi amiga tiene un proyecto entre manos, y si sale bien, a lo mejor se va a Colombia a trabajar. La duda es si se va solo o si se lleva a la familia detrás. Lógicamente, los hijos mayores no quieren romper su ambiente.

Así que, ¡¡¡ si tienen suerte ¡!!, la familia se trasladará a Colombia durante varios años o se marchará él solo, rompiéndose la unidad familiar.

Estos dos ejemplos son la realidad de lo que nos ocurre cada día. Y no hablamos de otra cosa. Cuando dos amigos nos saludamos, la única conversación es saber cuál es tu situación económica. Pero no es sólo un problema económico el que vive nuestro país, es un gravísimo drama social.

Las familias se rompen, emigran, se desestructuran. El trabajo se ha convertido en un obsesión, no dignidad ni reconocimiento. Y además nuestra involución nos hace volver a ser emigrantes. Quizás ahora entendamos mejor a quienes venían a nuestra tierra y pedían realojamiento familiar o derechos laborales o simplemente papeles.

¿Hemos aprendido algo? Crear valores y derechos sociales cuesta generaciones, pero destruirlos es como un castillo de naipes.

Cuando escuchamos las pamplinas y mentiras del Gobierno de Rajoy ya no hacen ni siquiera risa. Escuchar a Ana Mato diciendo que “la marca España está mejor que nunca” es como darnos un golpe en el estómago que te deja encogido y con un dolor imborrable.

Y si no que se lo digan a mis amigas.