Durante muchos años, en nuestro país, las obras públicas han encontrado huecos en la legislación contractual que ha permitido prácticas poco ortodoxas: como presentar proyectos por debajo del coste real que la misma Administración aconsejaba, lo que se conoce como “bajas temerarias”, o repartir por debajo de la mesa los contratos o territorios perjudicando así la libre competencia. Posteriormente, si los precios no salían a cuenta, se elevaban los sobrecostes de forma espectacular, por encima de lo permitido (y razonable), que oscila entre un 10 ó 20%. La legislación tiene previstas las excepcionalidades que se pueden producir, (imaginen que en una urbanización aparecen unas ruinas romanas), pero lo que no se debe es aplicar la excepcionalidad como un uso regular, éste sería el primero de los casos irregulares. El segundo, es cuando una empresa concursa por debajo del precio oficial a sabiendas que no va a cumplir posteriormente. Así es como se ha competido demasiadas veces en España, vulnerando la importancia del concurso en las obras públicas y alterando el espíritu de la legislación y su práctica.
Realmente nos habíamos acostumbrado tanto a los sobrecostes, que se llegó a obras con más de un ¡¡ 400% ¡! de lo inicialmente presupuestado (véase el Palau de les Arts de la Comunitat Valenciana, que ahora está cerrado, porque el viento y la lluvia generan “desperfectos”). Esta falta de rigor en las contrataciones, esta permisividad en los sobrecostes (que a veces pueden estar claramente justificados) es la que ha permitido que se albergaran corrupciones e irregularidades graves, como las de los casos Gürtel o Bárcenas, promovidas desde la propia Administración política.
El problema es que, ahora que no hay obra pública en España porque no hay dinero, las empresas españolas tienen la necesidad de trabajar fuera. Y hay dos formas de hacerlo: con la seriedad y el rigor que muchas de ellas han venido haciéndolo desde hace años, expandiendo y abriendo mercados mucho antes de que llegara la crisis siendo realmente innovadoras en mercados internacionales, o “al abordaje” de la misma forma que se venía haciendo en España.
Durante largos años, aunque España fuera “rica” de talonario en mano y sobrecostes sin miramientos, no era cierto que aquí trabajaba todo el mundo, sino al contrario. Ha habido comunidades donde el coto estaba cerrado exclusivamente a aquellas empresas que entraban y/o promocionaban el juego de las trampas contables. Empresas que realizaban proyectos honestos, rigurosos, ajustados a precios, hace mucho que emigraron de nuestro país, abriéndose paso en otros mercados con menos clientelismo interno.
Lo que está ocurriendo con el Canal de Panamá es demasiado serio para dejarlo pasar, porque según como termine este asunto, se verá repercutida la imagen de trabajo y seriedad de nuestras empresas.
Ahora, algunos pueden matar al mensajero diciendo que este tipo de denuncias sólo sirven para poner en alerta y crear mala imagen, lo que suele ser el comportamiento habitual del Gobierno español, que está más preocupado en aparentar que en ser, porque nunca puede mostrar con limpieza lo que es.
El problema no es el mensajero, ni las reflexiones, ni los cables de Wikileads, que ya lo advertían. El problema es el enfado real y justificado del Gobierno de Panamá (aunque también intervengan otro tipo de factores de carácter electoral o de imagen política).
Ojalá esto tenga una explicación económica razonable por parte de Sacyr que la que se nos está presentando a la opinión pública y a los mercados internacionales, porque lamentablemente lo que estamos leyendo transmite muy mala imagen.
Y esto nos lleva a una reflexión de calado: el Gobierno español debería revisar la forma de contratar en nuestro país, y mirarse en el espejo de Panamá para impedir las prácticas que aquí se han venido haciendo y que son el origen, junto con la burbuja inmobiliaria, del gasto excesivo, del clientelismo, de las prácticas deshonestas y de la falta de ejemplaridad que estamos viviendo.