Para empezar hay que rechazar por inadmisible el tono de desprecio que hacia la Constitución mantienen los que le atribuyen esa función represora u opresora. Quienes piensan así menosprecian lo que significó para decenas de miles de luchadores por las libertades democráticas la promulgación de un texto que consagraba su reconocimiento y la inequívoca ruptura con el entramado jurídico, político e institucional de aquel régimen sangriento y dictatorial. Los que hablan de “candado” deberían saber que tal figura retórica sería la adecuada para definir una situación en la que la fuente de los derechos ciudadanos provenía del Fuero de los Españoles, promulgado por Francisco Franco. Tampoco deberían olvidar que durante cuarenta años se nos trató de educar bajo la inspiración de los Principios Fundamentales del Movimiento, y que a los trabajadores se nos encuadró obligatoriamente en una organización cuyo ideario era el nacionalsindicalismo falangista. Todo ello trufado de doctrina emanada del nacionalcatolicismo representado por una jerarquía eclesiástica que llevaba bajo palio al dictador. ¡Esos sí que eran candados! Y, por ejemplo, para que nadie se atreviera a ponerlos en cuestión se tipificaba la huelga como delito de sedición, a cuyos promotores los juzgaban tribunales militares, lo mismo que a quienes practicaban libertades democráticas como las de asociación, reunión, expresión y manifestación.

Romper aquella mordaza costó sangre, sudor y lágrimas. Es incontable el número de nuestros compatriotas que perdieron el empleo y fueron proscritos, a la par que otras muchas decenas de miles sufrieron detenciones, torturas y/o encarcelamientos, sin olvidar a los que su lucha por las libertades les costó la vida. ¿Se entiende así mejor por qué es una indignante falta de respeto a estas víctimas del franquismo el menosprecio hacia la Constitución que recogió decorosamente sus aspiraciones democráticas?

Se puede y se debe compartir la conveniencia de buscar algún cambio que intente desactivar el grave problema del desencuentro con alguna de nuestras nacionalidades históricas, en la conciencia de que los nacionalismos, por su propia naturaleza, siempre practicarán el victimismo y la denuncia de reales o supuestas reivindicaciones insatisfechas. Dicho de otra manera, a lo máximo que podemos aspirar es a rebajar tensiones y ganar tiempo hasta la siguiente puesta en escena de la correspondiente lista de agravios. Fuera de esto y de alguna reforma puntual, como puede serlo la del Senado o la de la sucesión en la institución monárquica, habría que evitar adentrarse en algo parecido a un proceso constituyente como proponen los más temerarios.

A la desconfianza hacia la solvencia de ciertos reformistas se suma el recelo por los resultados que, al final, pudieran producirse. Porque el contexto en el que se desarrollaría el proceso es más desfavorable hoy para la izquierda que lo era en 1978. Bastaría comparar el sesgo ideológico y político de la UCD de Adolfo Suárez, con el del Partido Popular de Fraga Iribarne, Aznar y Mariano Rajoy para darse cuenta de que la tendencia de quienes actualmente detentan el poder es bastante más reaccionaria que la de quienes lo ejercían entonces. En cuanto al movimiento sindical, cuya influencia y capacidad de movilización en aquella época quedan reflejadas en la propia Constitución, otorgando a los sindicatos un rango superior al situarlos en el Título Preliminar como reconocimiento de su papel en la conquista de las libertades, su situación hoy dista de ser la de una potente fuerza social en ascenso.

Resumiendo, hay que modificar lo imprescindible, consiguiendo previamente cumplir con otro requisito esencial como es el de alcanzar un consenso político y social suficiente, tanto para delimitar inicialmente lo que se quiere cambiar como para aplicar y respetar después lo acordado.

Sea cual fuere el resultado de un asunto tan importante como este, los españoles deberíamos sentirnos satisfechos del extraordinario avance experimentado por nuestro país bajo el paraguas de la Constitución de 1978, que sí rompió candados y cadenas que habíamos venido arrastrando a lo largo de nuestra historia.