En muchos de estos casos he visto cómo “compañeros de toda la vida” -y “aprovechados” de toda laya- miraban para otro lado y aconsejaban, o asumían, que era mejor sortear los peligros y abandonar a la víctima de turno a la voracidad de los caníbales que intentaban comérselo crudo. En estos casos, lo habitual es escuchar “sensatísimas” reflexiones de oportunidad que aconsejan no plantar cara al ímpetu de los caníbales ni entrar en el fondo de las cuestiones. Estas formas de proceder, sobre todo en el seno de las izquierdas, no han hecho otra cosa que alimentar las inclinaciones hacia el canibalismo, propiciando en ocasiones una auténtica caza del hombre, que se ha cobrado un buen número de víctimas en casi todos los países democráticos. De esta manera, la vida política se ha visto privada de no pocas personas capaces e inteligentes, que o bien se han visto condenadas a la inactividad y el ostracismo personal, o bien han pasado a ocupar posiciones secundarias durante períodos muy dilatados.

En alguna ocasión he tenido la oportunidad de participar en debates internos en los que se valoraba cómo reaccionar orgánicamente ante ataques caníbales, que se sabía que eran injustos para algunas personas. En una ocasión comenté a los compañeros de debate que algunas formas de proceder me recordaban una historia que solía contar Valle Inclán cuando algún pelmazo le preguntaba cómo había perdido el brazo que le faltaba. “Estaba yo en el África salvaje –explicaba Valle Inclán– leyendo tranquilamente un libro a la sombra de un árbol frondoso, cuando escuché muy cerca de mí el rugido de un león. Me puse en pie de un gran salto y salí corriendo tan raudo como podía. Pero como el león corría más veloz que yo, viendo que me alcanzaba, empuñé mi sable y de un tajo, zas, me corté un brazo y se lo arrojé al león…, y mientras el feroz felino se entretenía comiéndose mi brazo logré ponerme a salvo”.

A mis compañeros, que no entendían muy bien a cuento de qué venía recordar aquella historia, les expliqué que me parecía que nosotros actuábamos de la misma manera, aunque en serio, y que con harta frecuencia arrojábamos a los leones, o a los caníbales –que tanto da– una parte de nosotros mismos con tal de ponernos a salvo. Ni que decir tiene que mi reflexión no sirvió para nada y que el discurrir de la vida política ha continuado siendo un camino sembrado de cadáveres, mientras que en los círculos de la derecha cundía el ejemplo, e incluso en algunos países prosperaba una productiva industria de la “guerra sucia” y el “canibalismo político”.

En contraste con el proceder habitual de las organizaciones progresistas, en los partidos de la derecha la tendencia ha sido más bien la contraria, e incluso ante evidencias bastante claras de fechorías y corrupciones notables, los líderes políticos conservadores suelen hacer piña y negarlo todo por principio –incluso lo que se puede ver con los ojos-, como los delincuentes avezados, llegando al extremo de intentar el linchamiento, e incluso el propio procesamiento, de jueces y periodistas que no hacen otra cosa que intentar cumplir con su obligación, con peor o mejor fortuna según sea el color político de la víctima de turno del furor caníbal.