Antes de entrar en unos inevitablemente breves comentarios sobre tales declaraciones pienso que no favorece a su reputación el momento elegido por Preston para publicar su libro. Pues, según confiesa, buena parte del material empleado lo tenía desde hacía varias décadas e incluso reconoce que la biografía de Carrillo “la tenía casi hecha”. Esperar a que éste muriera para divulgar las graves descalificaciones de las que ha hecho gala, sin que, obviamente, el vituperado pudiera replicarle, no dice mucho a favor de Preston.

El Carrillo que describe no es el que yo he conocido y tratado durante los últimos cuarenta años, tanto en el Comité Central como en el Comité Ejecutivo del PCE, además del corto periodo de existencia del Partido de los Trabajadores de España, que fundamos conjuntamente los expulsados del PCE en 1984. Un grupo de nosotros hemos mantenido con él una relación ininterrumpida y aun más intensa los últimos veinticinco años de su vida. Lo digo porque el “traidor”, “mentiroso”, “deshonesto”, “desleal” y demás lindezas que le endosa Preston deben referirse a otro Carrillo muy distinto del que, como pocos, yo conocí.

Que Preston afirme que era “el Stalin español” es, sencillamente, insólito. Decir esto del padre del eurocomunismo; del crítico severo que desde los años 60 del pasado siglo denunciaba la deriva de la extinguida URSS; de su censura abierta y comprometida a la invasión de Checoslovaquia por los tanques del Pacto de Varsovia; de quien, precisamente por su defensa de un socialismo en libertad, fue el blanco de toda la panoplia de iniciativas del viejo Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) para desestabilizarle a él y su partido es, repito, insólito.

Mi modesta ventaja sobre las versiones de Preston es que varios de los episodios a los que se refiere los viví directamente. Por ejemplo, entre los que al parecer fueron traicionados por Carrillo cita a Pilar Bravo, Manuel Azcárate e Ignacio Gallego. Asegura que le ayudaron y luego les dio la espalda. Con mis sinceros respetos a la memoria de estos camaradas debo decir que, sin ahora prejuzgar sus razones, fueron ellos los que le dieron la espalda a Carrillo y a los que, junto con ellos, formábamos parte de la dirección del PCE. Frente al acuerdo en contra de la mayoría, Pilar y Azcárate dieron su apoyo público y abierto al sector de los dirigentes en Euskadi que decidió, sin más, que había de disolver el Partido en aquella Comunidad y diluirlo en Euskádiko Ezkerra. Palabras mayores. En el caso de Ignacio Gallego, con el que mantuve siempre una buena relación personal e incluso intenté, sin éxito, que en el XI Congreso del Partido apoyara la lista de los identificados con Carrillo –no lo hubiéramos perdido por las escasas décimas que lo perdimos- porque prefirió, de acuerdo con el PCUS, inclinarse hacia la creación, poco tiempo después, del Partido Comunista de los Pueblos de España. ¿Quién dio la espalda a quién?

El rigor científico de otras afirmaciones de Preston dejan mucho que desear. Decir, siempre como ejemplo, que la Transición “no vino por la lucha antifranquista, que es la historia de un fracaso”, es ofensivo para la historia de España, para cuantos perdimos la libertad, el trabajo y algunos hasta la propia vida durante la lucha por acabar con aquél régimen, y, lo que puede resultar más sangrante hoy, es que, indirectamente, viene a darles la razón a los que desde la derecha mantienen que la democracia en España la trajeron los suyos. Que en lugar de una inicial ruptura neta se abriera durante la Transición un proceso de reforma algo más lento no puede negar esa ruptura con el pasado franquista como, entre otros muchos ejemplos, lo ilustra la Constitución de 1978, una de las más progresistas de Europa. Las libertades en España se conquistaron gracias a la lucha antifranquista. Quizás Preston pertenezca al sector al que siempre le ha molestado que fuera el PCE que dirigía Carrillo, y las Comisiones Obreras que tanto apoyó, las fuerzas que tuvieron mayor protagonismo en esa lucha.

Santiago Carrillo tenía una personalidad fuerte y era duro en la defensa de sus convicciones y propuestas políticas. Pero de eso a decir, más o menos, que defenestraba a quienes le llevaban la contraria hay un abismo. Yo mismo, en el histórico Comité Central en el que se ventilaba nada menos que el vidrioso asunto de la aceptación de la bandera española y su color y el del régimen monárquico, no voté a favor. Y no sólo no me pasó absolutamente nada sino que, por contrario, nuestra relación política y personal fue siempre a mejor.

Durante la guerra civil, la postguerra y, en suma, durante los dramáticos acontecimientos vividos en nuestro país a lo largo de cuarenta años de dictadura, con el anticomunismo feroz como bandera, la brutal represión, especialmente contra los comunistas, y las exigencias de una clandestinidad que obligaba a la máxima seguridad y cohesión interna, cabe pensar que los dirigentes del PCE no podían andarse con demasiadas florituras. Pero que alguien como Preston compare a Carrillo con Franco en cuanto a crueldad es una infamia imperdonable.

Vivimos actualmente una etapa difícil para la izquierda. Aquí y en el resto de Europa. Declaraciones como las de Paul Preston no son precisamente una ayuda. Habrá que interrogarse si las ha hecho sólo para promocionar su libro.