En contraste con esta imagen de votaciones verídicas y difíciles, el PP ha ofrecido una imagen absolutamente uniforme y lineal. En el Congreso del PP no es que nadie discrepara de verdad –aún en asuntos menores–, sino que el poder del Jefe ha aparecido como algo absoluto, incuestionable y –esto es lo más importantes– como emanador de todos los demás poderes e instancias de representación interna.

La impresión que se traslucía del Congreso del PP en Sevilla es que aquello era una reunión a la que se iba a aplaudir y a adular al Jefe, como si de una romería de palmeros se tratara. A veces escuchar los elogios y pelotilleos al Jefe causaba auténtica vergüenza ajena. Desde luego, cuando se han tenido triunfos electorales tan sonados y tan generalizados, era ingenuo esperar disidencias o discrepancias. Pero lo que ha sucedido desborda con mucho los límites de lo que es razonable en una organización democrática de verdad.

En algún momento, durante la celebración de la “Asamblea aclamatoria”, los informadores y los propios portavoces del PP llegaron a afirmar –en su ingenuidad– que estaban a la espera de que su Presidente les “comunicara” quién formaría parte de la nueva dirección del Partido, y con qué competencias y funciones. Es decir, el Jefe hace, decide y comunica; y los demás escuchan, aplauden y aclaman.

La votación final, con un 98% de apoyos, responde al típico modelo refrendatario de lo que en otros tiempos se calificaba en broma como “democracia a la búlgara”, como una ironía crítica sobre el proceder de partidos netamente dictatoriales e hipercontrolados. Parece incluso que para obtener el resultado actual, los dirigentes del PP tuvieron que presionar a algunos delegados para evitar un voto favorable que hubiera dado lugar a un bochornoso, y poco creíble, 100% de apoyos.

Más allá de las bromas que se pueden hacer de todo esto, el problema de fondo que subyace es bastante serio, en la medida que nos encontramos ante una deriva exageradamente presidencialista de nuestro ordenamiento político, que no había sido prevista –ni deseada– en la Constitución de 1978. Esta deriva presidencialista, que produce efectos notables en la organización de la funcionalidad del Gobierno, tiende a reduplicarse y a amplificarse en el nivel interno de los partidos políticos, sobre todo cuando los partidos están gobernando. Pero no sólo.

El resultado es que casi todos los partidos se están viendo afectados por esta orientación presidencialista. Algunos de manera bastante exagerada, hasta el punto que su modelo ha llegado a responder más bien a un patrón de “Presidencialismo hereditario jerarquizante”, que apenas deja espacio para ámbitos organizados de acuerdo a criterios de democracia genuina. No hay que olvidar, en este sentido, que el aclamado e indiscutido Presidente actual del PP lo es, precisamente, porque es su día fue designado a dedo por el anterior Presidente. Y así sucederá con el próximo, a partir de un curioso proceso en el que el poder tiende a organizarse de facto de arriba hacia abajo –como ocurre en las autocracias– y no de abajo hacia arriba como ocurre en las democracias.

Desde luego, esto no significa que no existan otros espacios y procedimientos políticos que impidan una deriva autocrática completa. Pero el germen del modelo jerarquizante está ahí. Y, repito, no sólo ocurre en el PP.

Lo peor de todo es que, en contra de lo que sería de esperar en una democracia madura, tales formas de proceder no están dando lugar a reacciones y reclamaciones a favor de más y mejor democracia interna en el seno de los partidos, sino que incluso en determinados casos, como en el del PP, los liderazgos absolutos, incuestionables y aclamados se exhiben con orgullo, como una muestra de eficacia y solvencia política. “Nosotros sí que somos un partido serio –proclaman los más extremistas–, nosotros sí que estamos todos unidos y bien cohesionados detrás de nuestro Jefe, ¡aquí no hay líos!”.

El siguiente paso en esta evolución podría ser proclamar solemnemente que “el Jefe siempre tiene razón”. Y, llegados a este punto, lo mejor es que me calle y no continúe por esta vía. Esperamos que en el fondo y en la forma se imponga el buen sentido, las capacidades de control –y autocontrol– y el sentido de la racionalidad democrática.

Y mientras todo esto sucede, en la calle millones de personas empiezan a protestar y manifestarse. Posiblemente estamos sólo ante el principio de una ola de protestas que –si no hay rectificaciones– puede acabar convirtiéndose en un auténtico maremoto. No habría que olvidar, en este sentido, que los perjudicados por la situación actual y los que se sienten amenazados y agraviados por las políticas del PP son muchos más de los que salieron a la calle el día 19 de febrero. Y abundan los que lo están pasando francamente mal. Por eso, es muy probable que, si no hay acuerdos, la marea continúe subiendo.