La relación de los medios de comunicación y la política siempre ha sido de amor-odio, de esa extraña necesidad que alimenta a ambos, que les da la razón de su existencia. Los políticos saben bien que no son nadie si no tienen una noticia, mucho mejor si encabezan con su nombre el titular, y son afortunados si además hay una foto. No digamos la difusión que proporciona la televisión; un segundo de televisión vale más que mil artículos. Y la habitual pretensión de algunos políticos en el poder es dominar y controlar los medios de comunicación públicos para así hacerse imbatible (¿por qué pienso siempre en Canal 9, la televisión valenciana?). Por su parte, los periodistas buscan y rebuscan las noticias políticas, haciéndose quejas mutuas: la rueda de prensa tiene poco contenido pero lo que cuenta es un buen titular. El político se acostumbra a ofrecer lo “que cree que se vende”, aunque sea de mala calidad.
Pero llega un momento que la mala calidad es tan infumable e insoportable que los medios reaccionan con su papel crítico, reflexivo, punzante, de denuncia. ¡Bien! El Cuarto Poder, aquel que nos hizo vibrar con el caso Watergate y confiar en que nadie está impune ni libre de cometer tropelías sea quien sea, está dirigiendo la actualidad política internacional.
Lo hemos visto con el escándalo vivido en Gran Bretaña bajo el gobierno de Gordon Brown y donde todos los políticos, de uno u otro signo, estaban implicados. Se ha sufrido la mayor crisis de gobierno, con el mayor número de dimisiones, y ya veremos qué consecuencias políticas tiene y dónde termina.
Asombrados, seguimos las andanzas y tropelías del “Cavallieri”, Silvio Berlusconi, donde su borrachera de poder le ha hecho mezclar el despotismo, el autoritarismo, la burla democrática, la corrupción del poder, las fiestas y el sexo como herramienta de soborno y compra de voluntades. Da igual todo. Él ha llegado a considerarse el hombre más poderoso de Italia y, quizás, uno de los más poderosos del mundo. Capaz de hacer y deshacer, de ordenar y mandar, este personaje siniestro y sin escrúpulos, sin ninguna ética ni moral conocida ni por conocer, ostenta su puesto no en beneficio de Italia sino de sí mismo, llegando a pensar que es lo mismo. Si él disfruta al máximo de los placeres terrenales, seguro que piensa que los italianos se sentirán también satisfechos. Al fin y al cabo, él es todo en Italia. Todos lo imaginábamos, lo sospechábamos, lo comentábamos, Berlusconi no ha sorprendido pero ha tenido que ser la prensa quien ponga sus vergüenzas al descubierto para que la opinión pública se escandalice. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Y lo mismo está ocurriendo con España. El PP tiene más de 100 imputados en la trama Gürtel. Y cada día que pasa aparece alguno nuevo. Resultaba evidente. Cuando uno ostenta el poder con mayorías absolutas, como ocurre en mi tierra valenciana, con poco o nulo sentido de la responsabilidad política, con sentimiento de ser omnipotente, con los medios de comunicación públicos amordazados y al dictado del gobierno, con personajes estrambóticos como Carlos Fabra, manejando presupuestos y millones en cualquier obra pública donde los sobrecostes y excesos se triplican, seguramente se pierde no sólo la ética y la decencia (quienes la tuvieron) sino también la razón y la prudencia.
¡Hay que matar al mensajero! Alguno pensará que cómo es posible que los medios de comunicación denuncien estas fechorías cuando ellos han sido los encargados de dar publicidad y propaganda, de mantener buenas relaciones institucionales, de ser correctos y corteses. ¿Qué ha pasado? Más de uno, como el Presidente Camps, seguro que no entiende qué ocurre. Él es el Presidente de todos los valencianos y lo están atacando, humillando, agobiando. ¿Cómo se puede consentir?
Cuando un partido tiene más de 100 imputados y no puede tirar de la manta porque no sabe qué va a salir detrás ni a cuántos más pillará, necesita una buena limpieza interna. Porque nos jugamos la credibilidad de la justicia y del sistema democrático.
Nadie, ni un Presidente, está exento de cumplir con la justicia. En este caso, además, no sólo hay que ser honesto sino parecerlo.