Lo que está ocurriendo actualmente en las elecciones norteamericanas, en las que se celebran continuamente debates y en las que los ciudadanos pueden participar libremente en la elección de sus propios candidatos, traducen la imagen de su sistema que, aunque también tiene importantes defectos, suscita sentimientos de una sana envidia.

En España, el debate sobre la forma de hacer los debates produce perplejidad y distanciamiento. ¿Tan difícil es ponerse de acuerdo en algo aparentemente sencillo? –se preguntan muchos–. Por ello, resulta obvio que el debate sobre el debate tiene gato encerrado. En principio el candidato que gobierna y que tiene alguna ventaja en los sondeos es el que más suele arriesgar en los debates. Por eso, ni Suárez ni Aznar aceptaron debatir cuando gobernaban. De ahí la suspicacia que despiertan las actitudes renuentes del PP. Hay quienes piensan que Rajoy tiene miedo escénico a presentarse frente a Rodríguez Zapatero y que sus asesores no están muy convencidos de los efectos comparativos de su imagen. También hay quienes sospechan que el PP quiere desviar el centro de atención mediática hacia los problemas económicos, en los que el actual gobierno puede tener más debilidades en estos momentos, y más aún si hay inestabilidades en las Bolsas. Por eso, ponen todo tipo de pegas al debate Rajoy-Zapatero y dan todo tipo de facilidades para debates entre Pizarro y Solbes. El problema es que, en medio de tantos cálculos tacticistas de mira estrecha, al electorado español se le intenta hurtar, una vez más, la posibilidad de informarse mejor y poder comparar en directo. Lo cual resulta poco aleccionador y positivo en circunstancias como las actuales, en las que se apunta el riesgo de una alta abstención.