En efecto, el Tribunal Constitucional se justifica porque sus decisiones tienen que encontrar siempre la aceptación incondicional de todos sus destinatarios, es decir, los partidos políticos, el Gobierno, las Comunidades Autónomas y, por supuesto, los ciudadanos. Pero, a estas alturas, por mucho que sigamos insistiendo en que el Constitucional no forma parte de nuestro sistema de Justicia, a la opinión pública de este país no se le puede exigir que diferencie nítidamente entre lo que hace el Tribunal Constitucional y los demás órganos jurisdiccionales. Sobre todo cuando se insiste en hablar de la politización de la Justicia que ante los ojos de los ciudadanos contamina sí a todas las instancias judiciales. Y aquí hay que situar también al Consejo General del Poder Judicial que no se ha caracterizado, sino más bien todo lo contrario, por destacar en la defensa de su prestigio institucional. No obstante, el foco de esta “infección sobre estas instituciones” está perfectamente localizado y sólo hace falta que, de una vez por todas, se pongan en acción los agentes que constitucionalmente pueden y deben acabar con ella. Mientras tanto los miles de jueces de este país que día a día cumplen con su trabajo deberán seguir con las mascarillas puestas al servicio de una Ley y de un Derecho que han de aplicar, precisamente, de conformidad con la doctrina y los principios que derivan de las resoluciones del Tribunal Constitucional.
En este sentido, es clave para la supervivencia del prestigio que le queda al Tribunal Constitucional que se proceda a la renovación inmediata del mismo. Si la renovación es siempre conveniente y saludable en todos los aspectos de la vida, lo es todavía más necesaria cuando se trata de la vida de una institución central de nuestro sistema democrático como es el Constitucional. Un Tribunal que actualmente está servido por una tercera parte de magistrados que desde hace casi tres años han cumplido con su mandato en el cargo. El constituyente ordenó que los magistrados del Tribunal Constitucional debieran ser renovados en tiempo y forma de acuerdo a los criterios establecidos en la propia Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que exigen una mayoría muy cualificada que sólo puede alcanzarse, por tanto, con el acuerdo entre el PSOE y el PP.
La voluntad del constituyente no puede continuar siendo violentada con los impedimentos que ahora pone el PP en el Senado. El Partido Popular tiene, además, la gran oportunidad de reconciliarse con una ciudadanía que cada vez más desconfía de la clase política, y demostrar que dispone de “sentido de Estado” para encontrar a los juristas que ha de proponer para reemplazar a los que han de salir ya del Tribunal. No hay excusa para que no se proceda a la renovación inmediata de los cuatro magistrados que han de ser votados por el Pleno de la Cámara Alta, una vez despejadas las dudas sobre el incumplimiento de los requisitos legales por parte de uno de los candidatos propuestos por el PP. Una decisión de excluir a dicho candidato a magistrado del Tribunal Constitucional, que fue adoptada a propuesta fundada de los servicios jurídicos del Senado, y que no es de recibo que “fraudulentamente” se quiera ahora trasladar, como parece que se pretende, ante el mismo Tribunal por medio de una cascada de recursos de amparo.
Porque, si así se hace, quedará muy claro quiénes son los que verdaderamente desprestigian al Constitucional y al resto de las instituciones. Y no sólo habría llegado la hora de la renovación del Tribunal, sino también de una “casta” de políticos del Partido Popular habituados al juego sucio con los mandatos de las leyes y la jurisprudencia con el objetivo de emponzoñar las instituciones. Unos políticos que no reparan en mientes a la hora de conseguir que sus candidatos favoritos a magistrados sean los únicos nominados por los Parlamentos de las Comunidades Autónomas que su partido pueda controlar y de “congelar” la necesaria renovación del Tribunal Constitucional en función de expectativas espurias a propósito de un recurso de inconstitucionalidad en trámite contra una ley vigente.