¿Qué pasa en Francia? Las circunscripciones electorales son de un diputado, o diputada. El ciudadano sabe quién resulta ganador y, por lo tanto, le representa en el Parlamento. No es una representación formal. El diputado tiene una permanencia en su circunscripción, abierta a los ciudadanos. Pasa en su territorio más de la mitad de la semana. Y cuando tiene que hacer campaña la hace en la calle, en los mercados, contactando personalmente los electores, más que en mítines. Por lo tanto, conoce el ambiente, las preocupaciones diarias y debe dar la cara cuando la política que defiende en el Parlamento es impopular, porque es, constitucionalmente, un diputado con responsabilidad nacional.
Evidentemente los partidos políticos otorgan la credencial oficial de candidato, cada partido según su forma. Pero ello no impide que quién desea presentarse a la elección tenga perfecto derecho de hacerlo. Así se dan situaciones muy particulares pero frecuentes. Un Partido puede designar un candidato y un afiliado de este mismo partido, en desacuerdo con la decisión, presentar su candidatura sin renunciar a sus ideas. Será entonces el elector quién decida. Esto podría desembocar en un verdadero caos electoral si no hubiese un sistema a dos vueltas que permite garantías democráticas. En general cuando el disidente no consigue aventajar al candidato oficial, se retira en favor de este último, y vice versa. Además, el candidato que quiera presentarse en la segunda vuelta tiene que obtener al menos el 12,5% de los inscritos. Por lo tanto, el sistema electoral francés es muy distinto del inglés, también personalizado.
Nuestros políticos rechazan esta individualización del diputado porque les quita poder al momento de decidir las listas, e invocan los riesgos de caciquismo o de instrumentalización por los poderes económicos de los candidatos, cosa que ocurre con frecuencia en Estado Unidos. Son críticas de algún peso, pero que no resisten la comparación con los defectos de las listas establecidas por los aparatos. Habría que demostrar que el sistema actual elude estos problemas. De todas maneras nuestra Constitución, de seguro eterna en su letra -porque no se ve posibilidad alguna de reformarla seriamente, salvo que el pueblo lleve hasta el extremo su desconfianza hacia la política- lo impide.
Pero un Partido deseoso de aproximar el diputado al ciudadano podría imaginar soluciones. Ya hay un precedente. Nuestra Constitución establece que el Presidente del Gobierno es designado tras consulta del Rey a los grupos parlamentarios y el grupo parlamentario mayoritario propone su candidato. El PSOE ha decidido, y lo aplica, que su candidato a Presidente del Gobierno lo designan sus afiliados en elecciones primarias y posiblemente se extiendan las primarias a los simpatizantes. Entonces por qué, siguiendo esta pauta democrática, no divide un Partido la provincia en circunscripciones oficiosas. En cada una de ellas los afiliados elegirían su candidato. El conjunto de los candidatos conformaría la lista provincial, evidentemente abierta, propuesta a la elección. Esto conllevaría la obligación del diputado elegido de respetar su compromiso con la circunscripción que representa.
Desde luego es una visión utópica. Pero, en épocas de difícil credibilidad de la política y de creciente desconfianza de la población hacia sus representantes, estancarse en el modelo actual es sencillamente hacer peligrar la democracia.